Perspicaz como soy, he descubierto que se llama Semana Santa porque empieza en lunes y termina en domingo. Quiero decir que la Pasión y la Resurrección forman una unidad… y que en Lunes Santo también pasaron cosas. Pasó, por ejemplo, lo que ya hemos comentado: la conspiración en Casa de Anás, con Caifás alegando razón de Estado. Esto, según la tradición porque como en aquellos tiempos aún no existían periodistas, la gente se preocupaba más por la verdad de los hechos que por el rigor de los datos. En este caso la verdad consiste en que hubo conspiración exitosa y canalla, de sacerdotes, escribas, saduceos y fariseos contra Cristo. Si la conspiración se fraguó el lunes o el martes, o ambos días a la vez, es una cuestión que apunta al rigor del relato pero importa una higa al significado de los acontecimientos.

También pasó que ya estaba en la Fortaleza Antonia el procurador de Roma, un tal Poncio Pilato, rodeada de legionarios romanos prestos a sofocar cualquier rebelión de los judíos, muy capaces de aprovechar la fiesta de Pascua, la más importante del calendario hebreo, para incordiar un poquito.

Las tropas romanas vigilaban a aquella turbamulta apestosa de judíos que caminaban hacia el templo de Jerusalén rodeados de ovejas, entonando salmos, a lo mejor con aquella tonadilla llamada ‘ciervas de la aurora’.

Entramos en la escena: tras su resonante triunfo del Domingo de Ramos y las consiguientes derrotas dialécticas de fariseos -los más retorcidos- saduceos y escribas y sacerdotes, las autoridades, tanto judías, como romano-herodianas, sospechaban que aquella Pascua era Jesús el Nazareno, un agitador, quien la iba a armar gorda. Y sobre todo, las autoridades religiosas judías le consideraban exactamente como lo que era: un peligro para su posición como guías morales del pueblo. Aquel hombre hablaba de Dios en serio.

Sin embargo, este Lunes Santo, en lo que más reparan los evangelios es en el curioso “milagro de castigo”, que el Señor practica en aquella higuera que no daba higos (¿higos en primavera?, se pregunta el genial Daniel-Rops) y a la que condena a la infructuosidad para siempre. Quería dejar claro que no estamos en la vida de paso y que el hombre tiene que dar fruto o perecerá. Quería establecer el objetivo vital que, a lo largo de los siglos, asumirían los místicos de cualquier tiempo: “Que no haya nada en mí que te desagrade, Señor”.

El secreto de la vida es que el hombre no hace nada: todo lo hace Dios… si le dejamos

El Lunes Santo es también el día de las profundas cuestiones hipócritas. Nunca mejor dicho, porque se las formularon los fariseos para tenderle una celada. Ejemplo: ¿Con que poder haces estas cosas?

Y Jesús, como un estadista ante una pandilla de demagogos, cansado ya de preguntas capciosas, responde con retranca, una de las notas distintivas de Cristo, faceta omnipresente en el Evangelio pero muy poco reseñada: Yo también os voy a hacer una pregunta: ¿el bautismo de Juan era de Dios o de los hombres? El cazador cazado responde que no sabe, y Cristo concluye: “Entonces yo tampoco os digo con qué poder hago esta cosas”. Fuese y no hubo nada.

En cualquier caso, la Semana Santa empieza con una ristra de debates puestos en fila de donde extraemos la conclusión de que el Señor Dios prefiere al golfo capaz de arrepentirse que al hipócrita que asegura someterse a la voluntad divina mientras permanece en su demoniaca rebeldía. Dios es el padre que prefiere al hijo que le dice que no va a trabajar al campo pero luego va, que a su hermano, que asiente a la voluntad del Padre y luego no cumple su palabra. No voy decir que a Dios le gusten los golfos porque podría malinterpretarse… pero he estado a punto de decirlo.

Y esto porque el secreto de la vida humana es que el hombre no hace nada. Todo lo hace Dios… si le dejamos hacerlo.

La historia de la humanidad trascurre entre Pedro y Judas. El pecador capaz de arrepentirse y el cumplidor persistente… y ligeramente hipócrita. Un devenir que transcurre entre la humildad y la soberbia.