Fernando Grande-Marlaska, uno de nuestros peores ciudadanos, constituye el arquetipo del pensamiento único actual, también conocido como lo políticamente correcto, un emparedado entre los delitos de odio y el fantástico “yo no me arrepiento de nada”, que es cosa de mucha enjundia. Todo ello aderezado con la mostaza del victimismo. Y alguien que cumple con todos los requisitos, debe ser analizado cuidadosamente.

Es pensamiento progresista en estado puro, el del señor Marlaska, porque, en pocas palabras, el progresismo es una categoría para quien no piensa en modo alguno, que no deja de recordar aquel mensaje de la OMS: “Tras el confinamiento volverán a la normalidad los que ya eran normales". Los otros no.

Con el coronavirus, Marlaska se ha empeñado en imponer la censura en internet y en cualquier otro lugar… porque hay mucho odio y la víctima siempre es él y los suyos, naturalmente.

Recuerden que en su furor fervoroso en defensa de la igualdad de la mujer llegó a acusar a un pobre vallisoletano de haber asesinado a su mujer… quien se había tirado desde el balcón.

Al final, no pidió perdón, claro está, sino que hizo autocrítica, mucho más laico, porque pedir perdón significa arrepentirse de algo y Marlaska dejó claro que semejante abominación no la perpetrará jamás. Eso sería reconocer que te has equivocado o, aún peor, que has hecho el mal a sabiendas.

Ahora ha perpetrado otra cacicada, el cese de un alto cargo la Guardia Civil que no era socialista y se mantuvo firme frente a sus manipulaciones. Y como la oposición fue a por él, Marlaska advirtió que aquellas acusaciones denotaban odio.

El invento de los delitos de odio es doble: es el acusado quien tiene que probar su inocencia y, además, es una forma de criminalización de las ideas

Y ojo, porque el odio ha dejado de ser un pecado y ahora, gracias a la progresía, es un delito, algo mucho más utilizable para fastidiar al prójimo. El pecado se queda en la conciencia pero estos progres lo han convertido en carne de tribunal.

El principio general dice así: odiar está muy mal, arrepentirse también. Lo mejor: hacerse la víctima.

Y todo ello da pábulo a un curioso sofisma: si me llevas la contraria es porque me odias, así que voy a tener que censurarte y, si puedo, encarcelarte. El invento de los delitos de odio es doble: es el acusado quien tiene que probar su inocencia y, además, es una forma de criminalización de las ideas.

Su arquetipo, Fernando Grande-Marlaska, uno de nuestros peores ciudadanos.