Sr. Director:

Quizá no hay nada más grave hoy que la violencia ideológica y física del terrorismo, a pesar de que las televisiones nos estén machacando día y noches con la violencia machista, que siega la vida de miles de inocentes. Pero, a su vera, crecen otros odios más o menos colectivos que acaban con la existencia de personas individuales. Así sucede, en concreto, con los asesinatos de periodistas o misioneros, en el sentido amplio de ambos términos. Suelen publicarse los datos a finales de cada año, con el riesgo de acostumbramiento.

Ciertamente, el derecho a la vida no es absoluto, como no lo son las libertades reconocidas en los ordenamientos jurídicos democráticos. Es lícito, por ejemplo, poner en riesgo la propia existencia, como hacen médicos y enfermeras ante la expansión de conocidas epidemias. Pero nunca lo será –al menos, eso pienso– poner fin a la vida ajena, menos aún por motivos ideológicos.

Algunas muertes alcanzan una difusión mediática mundial, como el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, colaborar del Washington Post, que murió el 2 de octubre en el consulado de Arabia saudita en Estambul. Fue nombrado “persona del año” por el semanario Time, junto con tantos colegas en peligro. Pero fue sólo una de las víctimas en un año tristemente récord: 80 informadores murieron violentamente en 2018, según el informe anual de Reporteros sin Fronteras (RSF). Además, 348 fueron encarcelados y 60 fueron retenidos como rehenes.