Sr. Director:

“¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!” nos decía Juan Pablo II sin dudar de lo que el Señor le pedía, dejó escrito en su primera encíclica, este consejo, pienso yo, para vencer esos miedos y hacer frente a esas situaciones:

“Se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón para nosotros es ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Redemptor hominis, n. 7).

La situación de la Iglesia y del mundo con la que se enfrentaba eran la consecuencia lógica, en mi opinión, de una profunda pérdida de la Fe; pérdida de la Esperanza; pérdida de la Caridad, en la misma Iglesia, además, lógicamente, del peligro de la expansión del comunismo.

Juan Pablo II se enfrentó a la gran misión de recomponer la Fe en Cristo, Dios y Hombre verdadero, Redentor del pecado y Salvador del mundo, deshaciendo el mal extendido en la Iglesia por las discusiones de teólogos sobre el “cristiano anónimo” de Rahner; el así llamado Cristo “histórico” que casi nada tendría que ver con el que nos transmiten los Evangelios, de algún que otro “exégeta”, que hablaba incluso de la mera y reducida “conciencia” que Cristo tenía de su relación con Dios Padre. Cuestiones semejantes que al final podían desembocar –y no pocas veces desembocaron- en separar Fe y Razón, olvidar en la práctica la Santísima Trinidad, la fe en la Eucaristía, y ver a Cristo como un maestro cualquiera, y no el Maestro: y con esto, olvidar que Cristo es la Verdad, y sus palabras son “palabras de Vida Eterna”.

Y recomponer también con la ayuda de la Fe, la Esperanza de vencer el pecado y de vivir eternamente en Dios, en la Vida Eterna. En su segunda encíclica, a un año apenas de la anterior, Dives in Misericordia, medita sobre el hijo pródigo, y deja bien claro que la misericordia de Dios necesita la conversión del pecador, su arrepentimiento, su volver a la casa del padre pidiendo perdón. Juan Pablo II hace frente a toda la revolución sexual recomponiendo el sentido profundo y cristiano de la castidad. No ha dejado de subrayar la maldad del aborto, del adulterio, de la práctica de la homosexualidad y otras desviaciones sexuales, que reducen la dignidad del hombre, lo engolfan en el pecado, y le tientan para que no levante nunca su mirada a Dios, a Cristo crucificado.