Exaltación de la amistad, cánticos regionales e insultos al clero. Esas son, según dicen, las fases de una buena cogorza. Y también tiene sus secuencias la embriaguez luciferina, la de aquellos que quieren borrar a Cristo de la sociedad. Ya han sido experimentadas en la Historia y son estas: ataques al clero, incautación del tiempo y rapiña de las almas. La Constitución Civil del Clero aprobada por los revolucionarios en 1790, separó cismáticamente a los clérigos franceses de Roma, les convirtió en funcionarios del Estado bien pagados, bastante mejor que antes, y en definitiva, en servidores del poder político. Naturalmente, el papa Pío VI condenó la Constitución Civil del Clero y por eso, cuando el gobierno revolucionario obligó a jurarla bajo pena de muerte, sumando los que fueron asesinados y los que se vieron obligados a exiliarse, arroja la cifra de 40.000. Es decir, que los sacerdotes en Francia, como fruto amable de la liberté, la égalité y la fraternité, quedaron reducidos a menos de la mitad, ya que en vísperas de la Revolución Francesa en el país vecino había 70.000 sacerdotes.

La incautación del tiempo nos la enseñaron los muy ilustrados revolucionarios franceses.

La religión católica es una religión que se practica, una religión sacramental, y para descristianizar a Francia, la hija primogénita de la Iglesia, era preciso eliminar a los sacerdotes, que son quienes tienen capacidad de impartir los sacramentos. Sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay Iglesia. Quienes mejor lo sabían eran ciertos obispos y sacerdotes, que una vez demostraron con su comportamiento que los peores enemigos de la Iglesia siempre son los que están dentro.

Una clave: que el domingo pase a ser día laborable.

Ahora bien, de los 160 obispos franceses que había en 1790, solo juraron la Constitución Civil del Clero siete, de los que solo cuatro gobernaban una diócesis: Talleyrand era obispo de Autun; Loménie de Brienne, cardenal arzobispo de Sens; Jarente, obispo de Orleans y Charles de La Font de Savine, obispo de Viviers. Los otros tres fueron: Gobel, obispo de Lydda, Miroudot de Babylone y Martial de Loménie, coadjutor de Sens. Todos ellos de tan escandalosa conducta, que justificaba la aclaración de aquella viejecita cuando le propusieron rezar un Padrenuestro por el señor y sus intenciones, a lo que respondió: -Por el señor Obispo sí, pero por sus intenciones no, que las conozco y son muy malas. Y todo esto, además de ser bello e instructivo, es también un pelín actual, como la incautación del tiempo. Que en este punto, no hacemos otra cosa que copiar a los muy ilustrados franceses.

Así se acabaría con la Eucaristía.

Mañana lunes es San José, pero es día laborable en casi toda España, y lo mismo ocurre con Santiago Apóstol, que tampoco es fiesta, a pesar de que sigue siendo el patrón de España. Y también han intentado suprimir las fiestas del día de Reyes y de la Inmaculada, aunque no lo han conseguido, gracias a Dios y, en el caso de la Epifanía, también gracias a El Corte Inglés, que por lo visto montaron lo que no está escrito, porque los mandamases de los grandes almacenes no se creen lo de los Reyes Magos y sostienen que son los padres, que tantos beneficios les proporcionan con motivo de tan señalada fiesta. Los Reyes no se tocan. Pues, como digo, en esto de la incautación del tiempo también han sido los franceses quienes patentaron la idea. Como de lo que se trataba era de borrar a Cristo de la faz de la tierra, decidieron que la plenitud de los tiempos nada tenía que ver con el nacimiento del Mesías, sino con la proclamación de la Primera República Francesa el 21 de septiembre de 1792. De manera que en el nuevo calendario que impusieron los revolucionarios: ahí empezaba el tiempo y borraron todos los siglos precedentes como si nunca hubieran existido. Y para tormento de los estudiantes de historia los acontecimientos comenzaron a fecharse en el año uno o en el tres o el cinco, que no hay manera de aclararse.

Y convertir todas las fiestas en laborables.

Uno de los promotores de este calendario fue Gilbert Romme, que si bien mantuvo los meses de treinta días, estableció que cada mes ya no tendría cuatro semanas, sino tres décadas y el festivo sería el décimo día, al que llamó décadi. Y gracias a que en todos los parlamentos siempre hay seres cándidos e inocentes a los que todavía les chorrean las aguas bautismales, nos enteramos de las verdaderas intenciones de Romme, cuando alguien le preguntó por el motivo de la sustitución de las semanas por las décadas. A lo que respondió sin cortarse un pelo, ya que según las ilustraciones de la época no tenían tantos como para despilfarrarlos: —Pues para que el domingo deje de ser festivo, y pase a ser un día laborable. Mayores aportaciones a lo del calendario revolucionario hizo Fabre d'Eglantine, que para eso tenía la inteligencia desatada, pues era poeta. Antes de la Revolución había ganado un concurso con un soneto dedicado a la Santísima Virgen. Pero ahora eran otros tiempos, a los que había que acomodarse, y sustituyó todos los nombres de los santos de los días por elementos de la naturaleza. Porque lo moderno no puede ser celebrar a San Remigio, por más que bautizase a Clodoveo; lo racional y puesto al día era celebrar el día de la berza o el día del nabo, lo que no resulta tan fácil de entender si no se es tan poeta como D'Eglantine.

Por el momento, no llegaremos a la canonización de Napoleón pero estamos en ello.

Pero, sin duda, el que se lleva la palma en lo de incautar el tiempo y las fiestas es Napoleón. El emperador, precursor de tantas realidades de nuestro mundo, lo fue también en la consideración sociológica de la religión, para servirse de ella y someterla a su provecho. Así es que, una vez pacificada religiosamente Francia, con la firma del concordato de 1802, al día siguiente de entrar en vigor lo incumplió punto por punto y de un modo tan descarado que, en cierta ocasión, en Roma se quedaron sorprendidísimos por la aparición de un santo desconocido hasta entonces para la curia, y que iba a sustituir a la Virgen en fecha tan señalada y popular, como era la del día 15 de agosto. El nombre del santo desconocido era San Napoleón. En consecuencia y con tantos y brillantes precedentes, porque ya hay que tener imaginación para celebrar el día de la berza o del nabo, no debe faltar mucho para que bajen de la peana a San Juan Bautista, para que todo el orbe venere, el día 24 de junio, a San Macron, que a juzgar por la foto que ilustra este artículo, podría desvelarse cualquier día de estos como el precursor indigno de desatar la sandalia del que ha de surgir de las tinieblas. Javier Paredes