
Entramos de nuevo en el maremágnum electoral, con todo lo que ello lleva consigo. Este nuevo ciclo comienza el próximo domingo en Extremadura. Y a mí lo primero que se me viene a la cabeza es aquella frase que escuché de labios de un profesor amigo: “La mayoría de los problemas que tenemos en España vienen porque la mayoría de los españoles no saben votar. Y, además, tienen el síndrome de Barrabás”.
No les voy a cansar con los pormenores del diálogo posterior que suscitó esta sentencia entre los cuatro colegas, pues las matizaciones, aclaraciones y apostillas fueron muchas y variadas. Ni tampoco de la cantidad de políticos electos que se parecen al personaje citado y que están de mucha actualidad. Pero sí debo decirles que todos coincidimos en que, aunque hay muchas otras causas de la deplorable situación de nuestro país, la frase revela una verdad comprobable empíricamente. Y, a la vez, que este error continuado de la mayoría de los españoles a la hora de elegir a sus representantes políticos es consecuencia de otra serie de causas.
Ciertamente, el que nuestros padres constituyentes no hayan pedido el favor del Cielo para nuestro país; y que, en realidad, hayan constituido un sistema partitocrático y presidencialista, sin los controles prudenciales precisos para evitar que deviniera, por mor de leyes posteriores y pactos entre esos partidos en una tiranía cleptocrática y kakistocrática en la que casi estamos ya… No es culpa de los primeros votantes, ilusionados con la supuesta democracia.
Pero, con todo lo que ha sucedido en los años que llevamos ya votando democráticamente, podríamos haber espabilado. Y parece que, a tenor de los últimos sondeos y de ciertas declaraciones efectuadas a los medios por la gente corriente, muchos siguen sin hacerlo. Sin ir más lejos, hace varios días, por casualidad, oí a una médico que se manifestaba por los derechos de su profesión afirmar que ella había apoyado y votado por Mónica García porque era colega, pero que ahora pensaba que era la peor ministra de Sanidad que se podía pensar. Y, claro, a mí se me vino a la cabeza enseguida que el problema está en que tantísima gente tiene unos criterios absurdos de elección. ¿Y si mi colega es un criminal? Y, además, se me disparó el magín: “le he votado porque es de mi pueblo”; “porque es guapo”; “porque es del Real Madrid”; “porque le gusta el rock”; “porque dice que es feminista”…
Ciertamente se puede comprobar que, entre tantas carencias, ha faltado en España una educación del criterio, del discernimiento, de la virtud de la prudencia al fin y al cabo, en todos los niveles de la enseñanza.
A esta falta de criterio hay que añadirle la tremenda desinformación y manipulación que sobre los ciudadanos ejercen los partidos hegemónicos, ya sea en el ámbito nacional como en el autonómico, a través de los medios que controlan y de los lacayos que les sirven y que prostituyen el nobilísimo oficio de periodista. Precisamente, he dedicado gran parte de mi vida profesional al estudio y a la crítica de la desinformación y de la manipulación, con la esperanza de evitar esos males y de que los ciudadanos adquirieran un sentido crítico movido por el afán de verdad ante los contenidos de los medios de comunicación. Espero que Dios nuestro Señor me recompense por la buena intención y por el esfuerzo, porque los frutos han sido muy escasos y la situación ha empeorado en los últimos años hasta que, actualmente, se ha llegado al culmen de la desfachatez en mentir y engañar, como tuve la triste oportunidad de comprobar hace unos días en que tuve que ver un telediario de TVE.
Pero como lamentarse no sirve de nada y seguramente Usted lo esté esperando, vamos ya a concretar algunos criterios prudenciales que nos ayuden a votar con acierto y coherencia.
En primer lugar, hay que reconsiderar la jerarquía de valores. En ese sentido, y recordando los criterios que dio Benedicto XVI en relación a la actuación de los católicos en la vida pública, hay que defender con nuestro voto: la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; el matrimonio uno con una y para siempre y abierto a la vida; la protección de la familia; la libertad religiosa y de enseñanza; la justicia y el Bien Común.
También nos puede servir de guía, en sentido negativo, aquello de Proverbios que reza: “Seis cosas aborrece Yahvé y una séptima abomina su alma: los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr al mal, el testigo falso que habla mentiras… Y el que siembra discordia entre hermanos”.
Más allá de considerar lo difícil que es encontrar hoy día un partido que ofrezca garantías de poner en práctica las recomendaciones del gran antepenúltimo papa o de observar el retrato que hace de ciertos personajes históricos y actuales el texto de Proverbios, me gustaría recalcar que es un escándalo tremendo, por mucho que sea frecuente, que alguien que se considere católico vote, por ejemplo, a los que propugnan el aborto o las diversas manifestaciones de la ideología de género, por mucho que todo ello sea legal. Las leyes pueden ser antihumanas y anticristianas e ir contra las leyes de Dios. Y es un deber moral gravísimo no acatarlas ni propiciarlas.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que lo importante en las personas no es su belleza, su simpatía, su oratoria… Sino su honradez comprobada, su probidad. Y su trayectoria personal y profesional. En este sentido, hay que recordar que “obras son amores y no buenas razones”, y que es una imprudencia temeraria votar a alguien que se ha demostrado que miente y que no cumple sus compromisos, lo haga con mayor o menor desfachatez y asiduidad, o tenga una rara habilidad para trasladar a los demás sus fechorías o sus incumplimientos. O sepa disfrazarlos con razonadas sinrazones.
Para ello, si se tienen dudas, hay que salir de la comodidad e informarse bien, contrastando y verificando, analizando no sólo las propuestas sino también la trayectoria vital y profesional de los candidatos, preguntando a personas con autoridad moral y epistemológica adecuada… Y no recurrir al falso expediente del “mal menor”, sino sustituirlo por el “bien posible”, en coherencia con los dictados de la propia conciencia, que busca cumplir las leyes divinas.









