Entre un coro de alabanzas, las que siempre sacan en antena los canales de televisión, lo cierto es que, a medida que pasan los días, se abre paso una imagen más real de lo que ha sido el papado de Francisco. Estoy seguro que con toda su buena intención, el Papa argentino ha cosechado un verdadero reinado de la confusión, donde no es posible saber lo que está bien y lo que está mal. O al menos, nos lo ponen muy difícil.
Así que si hubiera que resumir el programa para el Papado que necesita la Iglesia ahora mismo, y en periodo de cónclave, podríamos resumirlo en la tesis agustiniana: todo consiste en odiar el pecado -sí, odiar- y en amar -sí, amar- al pecador.
Probablemente, el fallo más grave del pontificado de Francisco haya sido ese: confundir pecado y pecador. Ejemplo: Francisco comenzó diciendo que él no era quien para juzgar a los homosexuales. Ahora bien, sí es quien, es más, es su deber condenar la homosexualidad. Recuerden que el catecismo de su predecesor, San Juan Pablo II, dice precisamente eso: condena sin matices los actos homosexuales, que no pueden recibir justificación alguna, al tiempo que exige al cristiano tratar con delicadeza al homosexual y no marginarle en modo alguno. Lo cual es lo mismo que lo de Jesucristo con la mujer adúltera a quien los fariseos querían lapidar: yo tampoco te condeno pero, en adelante, campeona, no peques más. Porque pecar, lo que se dice pecar, sí que has pecado.
Odiar el pecado y amar al pecador, doctrina segura para el futuro Papa... y para todo quisqui.










