La semana pasada nos referimos a la forma que la sociedad posmoderna tiene de encarar la vida y vimos, sobre todo, que la estupidez se ha convertido en un sistema en el que todos salimos perdiendo. Además, vimos que la banalización del pensamiento no ha sido un accidente, sino que más bien es una estrategia cultural, de forma que la superficialidad ya no es debilidad personal, sino una norma colectiva de vivir: la emoción reemplaza al juicio; el ruido, al sentido; el escarnio, al argumento.
Vivimos en una era posmoderna donde todo es interpretable y, por lo tanto, nada es firme. El relativismo lo moldea todo, de forma que cuando nada tiene valor, todos perdemos el camino seguro de saber cómo discernir entre lo bueno y lo malo, el bien y el mal. Joseph Ratzinger (ya como el Papa Benedicto XVI) advirtió sobre esto y dijo que «una dictadura del relativismo se ha instalado, que no reconoce nada como definitivo y que solo deja como medida última el propio yo y sus deseos».
Sin embargo, en este contexto, el pensamiento profundo no desaparece, sencillamente se vuelve sospechoso de tal manera que el que reflexiona incomoda y el que pregunta se convierte en disidente, porque cuando a la democracia se le ha despojado de criterio moral y racional, los ciudadanos son arrastrados hacia la lógica del espectáculo. El discurso político no es político, solo una retahíla de eslóganes que nos llenan los oídos. Los programas de televisión de entretenimiento compiten en quién es más zafio y vulgar, frivolizan con las vidas de terceros, se compra y se vende la intimidad y, por supuesto, todo vale por ser el rey del share.
Joseph Ratzinger (ya como el Papa Benedicto XVI) advirtió sobre esto y dijo que «una dictadura del relativismo se ha instalado, que no reconoce nada como definitivo y que solo deja como medida última el propio yo y sus deseos»
El pueblo, desorientado por décadas de educación sentimental, reacciona más que razona. Así, el voto deja de ser un acto de responsabilidad para convertirse en una pulsión momentánea sujeta al relato reinante, no a la realidad que viven los ciudadanos. Al final, no elegimos gobernantes, elegimos proyecciones de nuestros deseos más inmediatos. G.K. Chesterton lo expresó con crudeza: «Cuando se deja de creer en Dios, no se cree en nada: se cree en todo». Y ese “todo” lo dicta la masa digital creando mensajes virales, breves, flojos, distraídos. En este régimen de emotividad constante, la verdad estorba. El pensamiento crítico no solo molesta: se penaliza y lo facilón eclipsa al saber y pensar se convierte en un acto elitista.
En una sociedad posmoderna que ha hecho del “sentirse” la única medida del bien, el saber ha sido desplazado. El experto es denigrado, el sabio ridiculizado y el maestro relegado. La autoridad no se basa en el conocimiento, sino en la capacidad de agradar. El problema, cada vez más evidente, es que esta forma de pensar que se autocancela para no destacar por la forma personal de pensar, ha demolido los fundamentos antropológicos de la convivencia. Ortega y Gasset ya lo advirtió: «El hombre masa es el que no se exige nada a sí mismo, sino que se contenta con lo que es y está encantado de conocerse».
Saber de algo exige humildad, tiempo y disciplina, tres virtudes incompatibles con la cultura de lo inmediato. Por eso, el pensamiento profundo está marginado, porque no produce rendimiento automático y, sin embargo, es lo único que puede regenerar el alma de una civilización. Nuestras raíces culturales son cristianas, y la respuesta será la de reconstruir desde el interior. La esperanza no está ni se la espera en el sistema. Llegará a través de una nueva conversión cultural. Otra vez, Benedicto XVI nos enseñó que «el cristianismo no es una idea o una ética, sino un acontecimiento, un encuentro personal que transforma la vida». Ese encuentro -con la Verdad, con el Logos- es el primer paso hacia la reconstrucción.
G.K. Chesterton lo expresó con crudeza: «Cuando se deja de creer en Dios, no se cree en nada: se cree en todo». Y ese “todo” lo dicta la masa digital creando mensajes virales, breves, flojos, distraídos. En este régimen de emotividad constante, la verdad estorba
De hecho, hay una nueva generación -una minoría aún invisible, pero creciente- que está empezando a buscar ese halo perdido. No desde la ideología, sino desde la necesidad de dar sentido a la vida. Jóvenes que abandonan las redes, que abrazan el silencio, que vuelven a la lectura, al arte, a la filosofía… que redescubren a San Agustín, a Santo Tomás de Aquino o a Pascal.
En esa minoría está la semilla del renacer. Porque, como dijo T.S. Eliot, «la esperanza está siempre en lo que no se ve». Familias, escuelas, parroquias, centros culturales, espacios de pensamiento libre… La clave está en volver a valorar lo difícil y quizá por eso muchos se preguntan por el retorno hacia el estoicismo, desde donde se recupera la paz, el estudio, el asombro. Como decía San Agustín: “El alma se ordena cuando ama la verdad.” El cambio será lento, contracultural y a menudo invisible. Pero si es fiel a la verdad, será fecundo.
Pensar hoy es un acto contracultural. Defender la verdad, un gesto heroico. Cito a C.S. Lewis: «No necesitamos más hombres con ideas. Necesitamos hombres íntegros, capaces de obedecer a la verdad, aunque eso los haga impopulares”. El futuro pertenece a los que tengan el coraje de pensar, de creer y de vivir cuando todo alrededor les diga que no vale la pena.
El cambio será lento, contracultural y a menudo invisible. Pero si es fiel a la verdad, será fecundo. C.S. Lewis decía que «no necesitamos más hombres con ideas. Necesitamos hombres íntegros, capaces de obedecer a la verdad, aunque eso los haga impopulares”
La virtud de pensar (Berenice), de María Ángeles Quesada. En un mundo convulso y saturado de información, María Ángeles Quesada reivindica el pensamiento crítico como una herramienta esencial para vivir mejor. En este libro, la autora desmitifica la figura del pensador y propone una razón más humana, creativa y comprometida con el bien. A través de un enfoque claro y cercano, guía al lector desde el pensamiento individual hasta una reflexión colectiva capaz de transformar nuestra realidad.
La magia del esfuerzo (Toro Mítico), de Fernando Alberca. Este libro, dirigido a padres con hijos adolescentes, habla sobre la dificultad no está en hacer grandes esfuerzos, sino en reunir la voluntad para comenzar y mantenerse. Los niños y jóvenes responden mejor a retos que les den sentido y orgullo. Este libro ofrece ejercicios prácticos para enseñar a actuar incluso sin ganas, con la ayuda de padres y educadores. Transmitir la fuerza de voluntad es una herencia crucial: aprender a afrontar lo difícil y convertir el esfuerzo en un aliado.
La batalla cultural (Sekotia), de Agustín Laje. El autor expone cómo el progresismo globalista impone su agenda mediante la cultura, alterando el lenguaje y despreciando valores y tradiciones. Este libro plantea una “batalla cultural” decisiva, revelando que la cultura ya no es marginal, sino central en el poder político y económico. A través de un análisis riguroso, ofrece herramientas teóricas para construir una nueva cultura capaz de enfrentar al progresismo y articular una identidad renovadora.











