La certeza de ser amado es la clave de la infancia espiritual que, a su vez, constituye la base de la vida interior, lo que a su vez representa la única base posible para una vida plena
Los clásicos hablaban de parresía que no deja de ser un vocablo griego que significa hablar con franqueza, sin tapujos, decirlo todo.
Sí, pero, como desarrollo lógico de su etimología, el cristianismo ha llevado el significado más allá. Así, el punto 2778 del Catecismo de 1992 va más allá. ¿Qué significa este hablar claro? Pues significa: “el poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor (que) se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: parresía”.
A este hablar claro, el catecismo de San Juan Pablo II le tribuye las siguientes consecuencias: “simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado”.
Me quedo con esta última, la certeza de ser amado. Es la clave de la infancia espiritual que, a su vez, constituye la base de la vida interior, lo que a su vez representa la única base posible para una vida plena.
La persona que no se siente amada, igual me da que sea varón o mujer, sencillamente no se siente. Los divanes de psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas -especialmente estos últimos, llamados a empeorar aún más la cuestión- están rellenos de seres que sufren esta carencia y que, además, desconocen que el amor, antes que recibirlo, hay que entregarlo.
En paralelo, toda la vida sobrenatural, lo que llamamos ‘la religión’, al menos en la religión cristiana -la única religión verdadera, ergo la única religión-, no consiste en otra cosa que en sabernos amados por Cristo, en su triple categoría de Creador, Redentor y Padre.
Lo que significa, en pocas palabras que la parresía -o parreshía- se encuentra disponible para todos y para cualquiera, al alcance de la mano.
No olviden lo de conciencia filial. A fin de cuentas, ya metidos en los procelosos senderos de la mística, recuerden que toda la vida cristiana se resume en la infancia espiritual, ser niños ante Dios, que nos enseñaron los grandes místicos. Abandono en manos del Padre que también es un modelo de vida al alcance de cualquiera… y desde este mismo instante.
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