'Barioná, el hijo del trueno' de Jean Paul Sastre
El susto que me llevé cuando el profesor José Ángel Agejas, de la Universidad Francisco de Vitoria, encontró una historia de Navidad escrita nada menos que por Jean-Paul Sartre, de profesión existencialista y moralmente degenerado, arquetipo, no del ateo clásico sino de la filosofía moderna que, en lugar de matar a Dios ha decidido ignorarlo. Naturalmente, esa filosofía fracasó pero yo no podía sospechar que Sartre no estaba en ella. Es mucho más inteligente que eso.
Agejas descubrió una obra increíble en su autor, o al menos en los tópicos habituales sobre su autor: Barioná, el hijo del trueno, una pieza dramática sobre la historia de un hombre tan inteligente que cayó en la cuenta que la existencia humana consiste en elegir entre santidad y muerte. Y como era lo suficientemente inteligente para comprender eso decidió matar a Cristo.
Lo que quiere decir, que el profesor Agejas consiguió un éxito de primera magnitud al rescatar una joya de la literatura perdida y también quiere decir que los ateos no existen: existen los creyentes y los antiteos. A Cristo o se le ama o se le odia, y eso, no me pregunten por qué, se entiende muy bien en Navidad.
Sólo puedo aconsejar uno de los mejores cuentos de Navidad que he leído en mi vida y una de las obras de teatro más logradas, obra de quien nunca sospeché que pudiera escribir algo así.
Les recomiendo su lectura, una de las mejores lecturas para este tiempo.
El Anunciador.— Mis buenos señores, me he abstenido de aparecer durante las escenas que acabáis de ver para dejar que los acontecimientos se encadenasen por sí mismos. Y ya veis cómo la intriga se ha complicado enormemente, pues ahí tenemos a Barioná atravesando a la carrera las montañas para matar a Cristo.
Pero disponemos ahora de un breve respiro porque nuestros personajes están de camino, unos, habiendo tomado senderos de mulas, los demás, trochas de cabras. La montaña hormiguea de hombres llenos de felicidad y el viento lleva los ecos de su alegría hasta lo alto de las cimas.
Voy a aprovechar este respiro para mostraros a Cristo en el establo, porque será el único momento en que le veréis: no aparece en la obra, como tampoco José ni la Virgen María. Pero como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe el Portal de Belén. Aquí lo tenéis.
He aquí a la Virgen, y aquí José, y aquí el niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Mirad, los personajes tienen espléndidas vestiduras, pero están completamente rígidos: se diría que son marionetas. Seguro que no estaban así. Si estuvieseis ciegos como yo… Pero, da igual: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten como exiliadas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como éste, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces, en los que siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: «Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí».
Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive. Es en uno de estos momentos como pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso por lo que se refiere a Jesús y la Virgen María.
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios ha explotado como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar.
Mis buenos señores, ahí está la Sagrada Familia. Ahora, vamos a conocer la historia de Barioná, porque sabéis que quiere estrangular al niño. Corre, se lanza veloz… ya ha llegado. Pero antes de enseñároslo, oigamos un villancico.
Que suene la música.