
Sólo se recuerda una vez que Gilbert Chesterton, quien, de ordinario, era exquisito con el servicio, se ofendiera con la señora que arreglaba su despacho:
-¡Puede hacer lo que quiera con los malditos papeles pero mis juguetes debe dejarlos en paz!
Los malditos papeles eran los artículos o episodios de novela negra por los que muchos editores británicos pagarían muchas libras. Los juguetes eran unos soldaditos de plomo con los que Chesterton recordaba su infancia, cuando el mundo era joven.
Era el mismo Chesterton que no se tomaba en serio sus escritos pero sí sus ideas. O sea, sus principios, sus convicciones.
Ningún humano puede ser tan riguroso como una máquina. Ninguna máquina puede ser tan sincera, ni tan racional como un humano. Por eso la máquina no hace juicios de valor, no dice lo que está bien y lo que está mal: esa, precisamente, es tu función
Como vivimos en la sociedad de la información están desapareciendo los periodistas -tranquilos, no desapareceremos jamás- pero yo todavía creo que merece la pena darle un par de consejos a los jóvenes plumíferos o cagatintas. No ejemplos virtuosos porque en materia de virtud, la experiencia es la madre de la ilusión, sino aprovechando que el diablo sabe más por viejo que por diablo.
En primer lugar, joven periodista: no te fíes de la primera respuesta, pero puedes fiarte de la primera impresión. Es más, no olvides jamás esa impresión primera que te provocó alguien o algo. Las posteriores son visiones complicadas, embadurnadas por nuestra siempre fértil imaginación.
No confíes en los datos rigurosos sino en las ideas verdaderas. El rigor es una castaña que cualquier ordenador hará mejor que tú. Tus escritos no son valiosos, tus convicciones sí: sé coherente con ellas. Merecen la pena y, si no la merecen, pero te las has tomado en serio... en seguida descubrirás que no la merecen.
Para la era actual, la de la llamada inteligencia artificial (IA), que ni es artificial ni es inteligente: ningún humano puede ser tan riguroso como una máquina. ninguna máquina puede ser tan sincera, ni tan racional como un humano. Por eso la máquina no hace juicios de valor, no dice lo que está bien y lo que está mal: esa, precisamente, es tu función.










