Un obispo norteamericano lo ha explicado con mucha precisión: por cada niño conseguido mediante fecundación in vitro (FIV), hemos matado a decenas de embriones humanos, es decir, de seres humanos. La FIV no es vida, es muerte, además de la gran estafa de nuestro tiempo.
Ha hecho bien el señor obispo, entre otras cosas porque también hemos olvidado que la Iglesia prohibe la FIV... por si alguien no se había enterado. Y recuerden la frase de Benedicto XVI, una afirmación que lo resume todo: Dios ama al embrión.
Lo que me asombra de la salvajada FIV es la buena acogida que tiene. Pocos la discuten, quizás porque se nos presenta como vida, cuando es muerte. Eso sí, la FIV resulta un gran negocio: el Instituto Valenciano de Infertilidad (IVI) se compró por 3.000 millones de euros.
Pero hoy quiero reparar en un asunto tangencial pero muy concreto, son los nacidos de FIV que quieren saber quién es su padre. Bueno, y en ocasiones quién es su madre, que con la FIV todo es posible. ¿Por qué será?
Hay que acabar con la FIV. De raíz. Tener hijos no es un derecho. En todo caso, un deber.