No soy corresponsal extranjero en España pero si lo fuera me llamaría poderosamente la atención como ciudadano del mundo, lo que se podría denominar el enigma de la indiferencia española.

El español no se moja. Pase lo que pase (ya sea por la degradación democrática, la corrupción con metástasis, el empeoramiento de los niveles de renta, por la polarización social, la disputa política, el alto paro, la pésima gestión de lo público, el retraso industrial o la pérdida de poder adquisitivo y de competitividad internacional), no reacciona pero llega al nivel máximo de cabreo apático. Los  españoles callan (salvo los que no paran de hablar), ni responden como lo harían otros vecinos europeos que habrían exigido depurar responsabilidades al más liviano amago de abuso. El voto de castigo parece haberse esfumado, porque pese a tanta desafección la negra realidad nos importa una higa. Somos vagos hasta para protestar por defender nuestros derechos.

 

Los españoles por término medio tampoco tienen memoria, padece ataraxia colectiva y así sufrimos con la sequía en todos los ámbitos y los apagones sin rechistar. ¿Esta es otra presunta herencia de la represión del franquismo 50 años después de la muerte del dictador? Hemos tenido tiempo para superarlo. Pero parece que no. Con esa actitud estoica tragamos lo que no está escrito, consentimos la ofensa y adquirimos la comodidad de supermercado de no protestar, ni rechistar (salvo en la alcoba), ni preguntar, exigir explicaciones ni cambiar el sentido del voto.

Con todas las reservas posibles, caminamos en la cuerda floja entre el autismo y el flematismo. “Paso de todo”, se decía en otros tiempos. Hoy, el español no se implica ni se compromete con la calidad democrática ni con nada que tenga que ver con el designio colectivo. Y así nos luce el pelo. España es ya un puzzle roto, pero ni con ésas despertamos de la apatía.

Con todo lo que está cayendo. Tanto en el circo político rodeado de corrupción, trapicheos, tráfico de influencia, saqueos, robos y mentiras, como en la convivencia diaria. Tampoco se interesa por la comunidad de vecinos y así lucen algunas escaleras y barrios. No es consecuencia de la explosión del urbanismo sino de la degradación del individualismo genético, de la ausencia del  espíritu crítico, tal vez de la baja estima así como de la renuncia premeditada a la justicia social que mientras no me afecte personalmente, la cosa no va conmigo. 

El voto de castigo parece haberse esfumado, porque pese a tanta desafección la negra realidad nos importa una higa. Somos vagos hasta para protestar por defender nuestros derechos

El conformismo sí que es una bomba lapa que nos ha llevado a naturalizar las crisis, los ataques a la Constitución, la esclavitud de salarios miserables, los contratos basuras, los enchufes y las calles sucias. La Administración y las empresas públicas -las que tendrían que dar ejemplo- son las primeras que vulneran la legalidad. En ese cosmos aspiramos a ser un enchufado más entre mediocres. Antes, ser mileurista era una tragedia, pero desde que se fue la pandemia ganar mil euros es un privilegio de afortunados y el pluriempleo ha retornado como en tiempos de Franco. Así se distorsionan algunas estadísticas del paro y de paso se consagra la resignación. Los males vienen por eso, por asumir que no tienen remedio. Una actitud muy católica: un designio de Dios.

La corrupción nos ahoga, pero adoptamos la actitud como si fuera cosa solo de políticos mientras nos desangran a impuestos con sumisión sin atender de verdad  desde hace generaciones lo que urge: sanidad, educación, vivienda e infraestructuras. Por mucho menos, habrían salido en huelga general los sindicatos en otros tiempos. Los actuales se tragan el sapo y las gambas con buen vino de reserva a cambio de recibir pingües subvenciones millonarias haciendo de los afiliados sindicales cómplices del sistema corrupto, de los males del conformismo y del retraso obrero. 

Convocar una manifestación espontánea sin implicarse a fondo como la pasada del día 8 de junio en Madrid, para protestar por tanto timo y desigualdad, nunca puede salir bien, si el lunes siguiente todo sigue igual dando apoyo a los mafiosos. Hay muchos vientres agradecidos que aunque padecen estreñimiento optan por masticar hasta excrementos. Hay quienes consienten la corrupción institucionalizada del Gobierno, del partido y de la familia del sanchismo por no perder los privilegios emanados del poder. Otros en la oposición se empeñan en ir contra la mafia confiando en el trasvase de votos a partir de políticas asincrónicas con los mismos actores causantes del siniestro total.

Pagamos impuestos millonarios con sueldos de pobres, porque no somos un país del IBEX sino de micropymes y autónomos que son los que levantan el país

Lo malo es que muchos españoles con su silencio y mirada baja consienten la intransigencia, el arrebato de nuestras libertades, de las menguantes economías domésticas, extenuadas por los caprichos de costear más gasto público a través del fisco. Pagamos impuestos millonarios con sueldos de pobres, porque no somos un país del IBEX sino de micropymes y autónomos que son los que levantan el país.

¿Evidencia esa actitud las pésimas notas en el Informe Pisa? Maybe. Pero la realidad es que tenemos un montón de licenciados y graduados, la generación mejor preparada de la historia, y sin embargo son indiferentes, no mueven una ceja por su futuro, se indignan por horas esperando que otros les saquen las castañas del fuego. El 15M nació y murió por emular lo que tanto criticaban. Algunos de sus protagonistas fueron un fiasco ético y político tan pronto como se hicieron ricos.

Más allá de la #moralinmoral, debe haber algo más profundo que se nos escapa. ¿Tal vez la falta de cultura (democrática)? Y no me refiero solo a saber escribir, leer, sumar y votar. En vista a la falta de referentes, ¿alguien les enseña a mirar el futuro, emprender, sacrificar, debatir, persuadir, pactar, tolerar, controlar las emociones, solidarizarse, respetar la legalidad sin el deseo de vengar el pasado o reprochar con el “y tú más” ?

España ha atravesado siglos de convulsiones, dictaduras y transiciones. ¿Podría ser que esta acumulación de experiencias extremas haya generado un mecanismo de defensa colectivo, una suerte de anestesia social que amortigua la capacidad de indignación activa? El "que no se mueva nada" podría ser un eco de traumas pasados, una búsqueda del sosiego emotivo a cualquier precio, incluso el de la inacción.

Paradójicamente, la misma polarización social y política que genera la tensión premeditada,  podría ser un factor clave en la falta de movilización social.  La percepción de que cualquier protesta será instrumentalizada por uno u otro partido político también desincentiva la participación, ya que se teme ser utilizado como peón en una batalla ajena. 

Durante la crisis del Euro y la pandemia por tomar sólo dos ejemplos, vimos que el Estado no fue capaz de dar las respuestas esperadas. Si no llega a ser por la familia, la policrisis económica no se habría sorteado pese a las magnificadas ayudas anunciadas de los poderes públicos que luego no llegan a destino sin desvío. 

Durante la crisis del Euro y la pandemia por tomar sólo dos ejemplos, vimos que el Estado no fue capaz de dar las respuestas esperadas. Si no llega a ser por la familia, la policrisis económica no se habría sorteado 

A falta de un Estado de bienestar como Dios manda, el jubilado asistió a los parados familiares para llegar a fin de mes, sortear el desahucio y evitar que la miseria se extendiera como la pólvora. Hoy muchos años después de aquella crisis de las hipotecas subprime del 2008 y de todas las siguientes, seguimos discutiendo en esencia  la falta de viviendas, los contratos basura y la sostenibilidad de las pensiones en nuestra supuesta  economía social de mercado.

Si no se puede confiar en el sistema y garantizar derechos como las pensiones, es normal que el individualismo se afiance, pese a que en democracia se quiso combatir las recetas liberales con el Estado de bienestar, que en realidad ha dado más bienestar a los sinvergüenzas, ‘fontaneros’, extorsionadores secesionistas y políticos corruptos de uno y otro bando. La proliferación de falsas promesas, embustes, cambios de opinión, la falta de neutralidad en la justicia y el nefasto papel de la prensa y otros contrapoderes contra los abusos de la democracia han hecho mella en el desencanto, cebando la indiferencia de los españoles.

La mayoría silenciosa está cabreada porque tal vez haya visto que no compensa la protesta cuando constata que el Estado no atiende las demandas que aprovechan los malhechores políticos para extenuar a los españoles de bien. Sancionan antes a un aficionado por insultar a un jugador de fútbol que por pitar y abuchear el himno nacional en el estadio con la presencia de los Reyes. Lo grave es que muchos de esos gángsters políticos permeables los elegimos nosotros en las urnas. 

¿Es posible que la ausencia de reacción explícita no implique sólo complacencia, sino quizás  una latencia peligrosa? Este enigma del desencanto forma parte de una democracia fallida  que tal vez anticipe, si el silencio actual es la calma previa a la  tormenta, una reacción enérgica a tanta fatiga social. Hasta entonces corremos el riesgo de que derive en algo peor que nos juzgue la historia  en otro juicio de Nüremberg por negar tanto silencio, tanto consentimiento y tanto disimulo. Dicho queda en español, porque en vasco, catalán o gallego no se habría entendido.