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La situación más actual pasa por la demonización de lo religioso, especialmente de carácter cristiano, y no digo nada de lo católico, que por lo visto es gratis para todos, como ya sucediera con los judíos en la Alemania nazi de Hitler. Llegar hasta esto no es algo que sencillamente suceda, como si fuera una especie de resultado fortuito. Es la consecuencia de la derivada de un plano inclinado lento e inexorable desde los años 70, en el mundo en general y de nuestro país en particular.
Verán, en los años 70, el 90% de los ciudadanos españoles se confesaban católicos y de esa cantidad de individuos un altísimo porcentaje decían ser practicantes. El año pasado, solo el 55% se identificó como católico y el número de estos que no practican se elevaba hasta un 80%. Es decir, baja el número de católicos y, dentro de estos, ascienden los no practicantes. A la luz de estos datos, podemos afirmar que la sociedad española se presenta como indiferente a la religión. Solo es una minoría quien abulta la misa dominical. Lo que doy son datos, no opinión.
Baja el número de católicos y, dentro de estos, ascienden los no practicantes... Podemos afirmar que la sociedad española se presenta como indiferente a la religión: solo es una minoría quien abulta la misa dominical
Pero ahora sí opinaré, porque puedo y debo hacerlo. Haciendo un somero análisis, podemos ver qué factores han actuado para que esto haya dado la vuelta a esa España irreductiblemente católica. Lo primero es la evolución de los tiempos y el acomodo de la sociedad. Cada día somos más autónomos, autosuficientes e independientes, y esto nos hace creer que podemos alejarnos de la necesidad de un Dios protector. Por otro lado, las políticas y las leyes de los diferentes gobiernos desde que se consagrara la Constitución del 78 han sido funcionalmente disolventes de la moral católica y, muestran con eficacia, cómo ha afectado al bien común: es decir, que salen especialmente dañados la familia y el individuo. Y en último lugar, los propios católicos se han dejado llevar por todo esto, abandonando sus propios criterios de fe o estilo de vida, comenzando por los abuelos y logrando que los nietos estén totalmente desentendidos de la fe de su bautismo, hasta el punto de que cada vez hay menos hijos (nietos) bautizados. Y es que entre los abuelos de misa y los nietos, que no saben ni donde está la parroquia de su barrio, hay padres de familia que pasaron de la fe del carbonero de ir a misa porque había que ir a la ignorancia supina, despreciando este precepto con el crecieron. Este indiferentismo, les lleva a contemplar lo religioso como meros actos sociales con más o menos pompa y boato.
A este vaciado de esencia católica, no pueden dar la espalda los obispos ni los presbíteros, que son ni más ni menos que los pastores con los católicos a su cargo, y que en mi opinión no han sabido cómo contener la sangría ni cómo detener esta feligresía en constante deconstrucción. Quizá, parte del problema es su acomodaticia posición sociopolítica que les lleva a contemplar unos presupuestos y unos derechos heredados por el concordato entre el Estado español y la Santa Sede de 1953, que cómo serán, que por lo visto ni Pablo Iglesias -un odiador profesional-, ni Pedro Sánchez -un ignorante sectario anticlerical-, han podido mover una coma. Esta posición ventajosa para la Iglesia española, quizá tenga algo de culpa y esto hace responsable a los que en vez de haber aprovechado esta peculiar ventaja a su favor y hacerse fuertes, se hayan ido relajando porque saben que nada puede contra ellos… ¡de momento!
Entre los abuelos de misa y los nietos, que no saben ni donde está la parroquia de su barrio, hay padres de familia que pasaron de la fe del carbonero de ir a misa porque había que ir a la ignorancia supina, despreciando este precepto con el crecieron
Demasiados años de tranquilidad episcopal, demasiados ambones vacíos de homilías reales, demasiados laicos sin compromiso excepto el de no matar y robar, a todas luces insuficiente para mantener un catolicismo social por llamarlo de alguna forma. ¡Ojo, que no significa que haya que imponer un fundamentalismo religioso católico! Solo digo que el propio ambiente de los individuos debería pesar más en las decisiones políticas y las modas alternativas.
Sin duda, las políticas sociales han abierto una brecha fundamental alterando la base cultural antropológica que había sostenido a la sociedad con sus costumbres, tradiciones y creencias, es decir, han suplantado la manera de pensar y por lo tanto han impuesto otra forma cultural de percibir al mundo, la vida personal y su relación con los demás. Y es que la socialdemocracia con base marxista para educar y liberal para controlar, parece que tiene ganada la batalla cultural. La derecha política, en general en España e Iberoamérica, ha perdido el tren. Se han quedado tras el tufo ideológico progresista y no pueden competir, solo adaptarse al ritmo de la agenda que la izquierda política marca. España, que sufre una democracia partitocrática y de alternancia -el PSOE marcando la ruta y el ritmo de la corrupción de la razón, y el Partido Popular afianzándolo trás de él-, tenemos poco que hacer a corto plazo.
Solo podemos romper esta tendencia dando la batalla cultural. ¿Qué es la batalla cultural? Pues como su propio nombre indica es el enfrentamiento entre dos o más partes cuyas armas son las ideas y las víctimas, como siempre, la sociedad civil. A diferencia de un enfrentamiento bélico, esta deja a la sociedad en ruinas intelectuales, llena de muertos vivientes, que conllevará más tiempo y más esfuerzo reconstruir que una urbe arrasada por los bombardeos. Para muestra, bastan las leyes de género de Irene Montero rompiendo la complementariedad natural social y las de educación de Pilar Alegría con las que arruinan las próximas generaciones, en contra de la educación que los padres desean para los hijos y ante la mirada atónita de la gran mayoría de la población, mientras que los políticos de izquierda y derecha política ni se inmutan.
La socialdemocracia con base marxista para educar y liberal para controlar, parece que tiene ganada la batalla cultural. La derecha política, en general en España e Iberoamérica, ha perdido el tren: se han quedado tras el tufo ideológico progresista y no pueden competir
Para la batalla cultural debemos implicarnos todos. En la Iglesia, necesitamos obispos valientes, curas que combatan en compañía de sus feligreses y, sobre todo en la sociedad civil, laicos que desde sus hogares, lugares de trabajo, la barra del bar, las redes sociales, con su dinero y con su presencia y asistencia a presentaciones de conferencias en defensa de la familia y la razón. Personas valientes que defiendan la herencia que se está echando a perder por comodidad o cobardía, en general. Debemos apoyar lo que otros hacen con su esfuerzo profesional, su riesgo personal e incluso su patrimonio familiar difundiendo las buenas ideas, digitales que denuncian las aberraciones, los libros con buena información, los podcast con buena documentación, etc.
El Cielo existe pero el Infierno también (Sekotia) de Vassula Ryden. La autora, cristiana ortodoxa, presenta las conversaciones con Dios escritas a ciegas al dictado de la contemplación, que fueron bendecidas por el Papa Benedicto XVI, y que aportan un claro mensaje a la humanidad entera para que vuelva a la senda de la virtud. Es un oportuno y exigente mensaje para nuestro mundo contenido en uno de uno de los libros que más le harán pensar de los que jamás haya leído.
Espíritu del mundo (Grafite) de Maximiliano Calvo. El autor cree que hay motivos suficientes para escribir algo sobre el mundo: “Sin pensarlo mucho, vienen a mi mente tres razones: la primera tiene que ver con el hecho de que el mundo siempre ha sido un enemigo de Dios y de su Reino; la segunda es la falta de oposición al espíritu del mundo en los cristianos; y la tercera razón, la ignorancia que hay en la masa cristiana acerca de este enemigo…”.
Sentimentales, ofendidos, mediocres y agresivos (Sekotia) de Juan Carlos Girauta. El autor alerta contra las actuales formas de manipulación sentimental e ideológica y de paso, nos explica cómo la izquierda se ha hecho con la hegemonía cultural. Pero la guerra cultural que Girauta defiende no persigue que la hegemonía cultural pase a la derecha. Su objetivo es que se preserven los principios fundacionales de la democracia liberal, paulatinamente desvirtuados.