Aquella tarde del 13 de marzo de 2013 me sacó de mi casa mi buen amigo Iván de Vargas. Él trabajaba entonces en una televisión que estaba empezando, en la que todo era voluntariado y se colaboraba sin cobrar, por lo que al bueno de mi amigo le fallaban los contertulios más de lo deseable. Así es que cuando iba yo es porque no había encontrado a otra persona.

Pero en aquella ocasión no tenía ganas de ir ni siquiera por hacerle un favor a mi amigo Iván. Había yo leído hacía algunos días las biografías de las cardenales, a los que una revista clasificaba como papables y las de algunos de ellos me cortaban la respiración. Se me abrían las carnes sólo de pensar que tuviera que comentar la elección de alguno de estos. Y como no me apetecía ir, se me ocurrió la peor de las disculpas:

-“No voy, Iván, porque yo de Papas, no tengo ni idea…” -

No me dejó seguir poniendo pegas.

-Pero si tú has dirigido el diccionario de Papas y Concilios de la editorial Ariel, y has escrito las biografías de todos los Papas de los siglos XIX y XX…

Así es que fui y hasta estuve dicharachero, comentado anécdotas de tiempos pasados, a la espera de que saliera el resultado de la votación de esa tarde. Que si el cónclave que eligió a Pío VII no se pudo celebrar en Roma, porque la Ciudad Eterna estaba ocupada por los franceses y tuvo que hacerse en Venecia… Y de repente, fumata blanca.

Se lo haré breve, querido lectores. Cuando se dio el nombre del cardenal Bergoglio me quedé sin voz, pero literalmente como se lo cuento, no podía hablar. Tengo a Ivan de Vargas de testigo de que me resultó imposible articular palabra y tuvo que hacer él solo el resto del programa.

Desde entonces no he escrito ni he dicho nada que se refiriese al Papa Francisco. Mis gustos y mis preferencias me los guardaba para mí y callaba. Y hasta alguna vez estuve a punto de romper el silencio. Pero cuando llevaba un par de párrafos escritos apagué el ordenador, por ejemplo, cuando el Papa llamó conejas a las madres de familia numerosa. Se comprenderá que con ocho hijos que tengo, tuviera que morderme la lengua en esa ocasión.

Pero después de lo de ayer, una obligación de conciencia me ha empujado a hablar, porque ya no se puede seguir callado. No puede ser de recibo que la doctrina contraria a la bendición de las parejas de homosexuales, de divorciados vueltos a casar o de parejas de hecho y la doctrina a favorable a la bendición de estas mismas personas, sean verdad las dos a la vez. Son tan contradictorias, que una tiene que ser verdad y la otra mentira.

Por otra parte, me niego a que me trate como tonto el prefecto de la Congregación de la Doctrina de la fe, Víctor Manuel (Tucho) Fernández: el juego de palabras de que no se bendice la unión de los homosexuales sino lo bueno de cada una de las dos personas que hay en ellas. Por ese procedimiento, cualquier día se podría presentar en una iglesia una banda de atracadores o de terroristas ante un cura, no para que bendijera a la banda, sino a lo bueno que cada atracador o cada terrorista puede ser, porque seguro que de pequeños le hicieron los recados a su mamá.

La línea que se ha cruzado es muy grave, gravísima. Pero a pesar de la gravedad y por ver el lado positivo, tengo que reconocer que en todo este lío que se ha montado estoy de suerte, y les voy a confesar el motivo. Estoy de suerte porque no soy obispo, porque de serlo esta misma mañana ya habría publicado un oficio dirigido a todos los sacerdotes de mi supuesta diócesis prohibiéndoles impartir semejante bendición, por ser contraria a la doctrina de la Iglesia.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá