En medio de las inseparables limitaciones
de esta o aquella situación que vivo;
porque de algún modo - ¡Oh el pecado! -
palabra proscrita, habita en mí;
percibo con una nueva claridad,
mi filiación divina de hijo de Dios,
al trabajar con plena libertad,
en las cosas de mi Padre, con gran alegría,
pues nada hay que mi esperanza destruya.

Es la hora y el tiempo de admirar,
las bellezas y maravillas de la tierra,
de apreciar toda su bondad y riqueza,
y amarlas con toda pureza y entereza,
para las que está hecho mi corazón humano.
Y el dolor por el pecado, no degenera
en gesto amargo, altanero o desesperado.
Y el conocimiento de la humana flaqueza,
a unirme con Cristo, y sus ansias salvadoras, llevan.

Y al experimentar en mí la fuerza del Espíritu,
las caídas propias no me abaten;
sirven para en un recomenzar, levantarme
y continuar siendo, de Cristo, fiel testigo,
en cualquier encrucijada de la tierra,
a pesar de mis personales miserias,
que suelen ser faltas leves; y si graves fuesen,
la sacramental penitencia, la paz de Dios me vuelve
siendo de sus misericordias, de nuevo testigo.

Palabras que apenas consiguen traducir,
la riqueza de la fe, la vida de un cristiano,
que por el Espíritu Santo, si guiar se deja,
gozará de sus frutos: caridad, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.
Y al ser cauce de ese amor y frutos hacia sus hermanos,
llenará de gracia sus corazones por Él creados,
y los llevará al Espíritu, donde la libertad está.