El coronavirus ha puesto de manifiesto, por segunda vez en los últimos doscientos años, que la organización social y política surgida de la ideología liberal progresista no tiene futuro. El edificio de nuestro mundo contemporáneo se ha levantado sobre arcillas expansivas. Por eso parecía firme, al sostenerse, aparentemente firme, desde que se construyó, en el siglo XVIII, pero su aspecto es cada vez más ruinoso.

Los ciclos revolucionarios del siglo XIX, de los años 20, 30, 48 y 70, que se juzgaron como las típicas grietas de asentamiento de cualquier edificio no eran tales. Se tapaban con yeso y se pintaban las paredes, pero volvían a aparecer las grietas y cada vez mayores. Las arcillas expansivas, con la humedad de las lluvias, incrementan su volumen y se hinchan; justo lo contrario que cuando se secan, que disminuyen en volumen; y ese movimiento debajo del suelo se transmite al edificio, que cada vez se agrieta más y más… hasta amenazar ruina total. En este caso, si no se quiere echar la casa abajo y construir de nuevo, por supuesto, con una cimentación especial, hay que reforzar los cimientos con micropilotes, con tal coste que suele ser más barato y más seguro volver a construirla de nuevo,como en su día me dijo ese gran ingeniero y buen amigo mío, que se llama Frutos Velasco.

La cultura de la Cristiandad estuvo vigente durante siglos, asentada sobre este principio firme: Dios es el creador del hombre y del mundo, y con su Providencia los conserva; por tanto, el hombre y el mundo, en tanto que criaturas, son realidades dependientes de Dios. Pero la Revolución Francesa prefirió edificar un nuevo mundo sobre las arcillas expansivas, que negaban al hombre la condición de criatura de Dios, para proclamar que era un ser autónomo que se puede otorgar a sí mismo sus propias leyes, al margen de la ley de Dios y no pocas veces en contra de la divina legislación.

Los periódicos franceses anunciaron la muerte del papa el 29 de agosto de 1799 en esto términos: “Pío VI y último”. Se equivocaron

Por eso, Francia que era reconocida como la “hija primogénita de la Iglesia”, trató de exterminar a la Iglesia y hasta creyó conseguirlo, por lo que los periódicos franceses anunciaron la muerte del papa el 29 de agosto de 1799 en esto términos: “Pío VI y último”.

Frente a la Iglesia de Jesucristo, los revolucionarios franceses fundaron una nueva Iglesia, mediante la Constitución Civil del Clero (12-VII-790). Y no, no es una contradicción que dicha constitución fuera Civil y del Clero a la vez, porque de lo que se trataba era de reducir la religión a un hecho sociológico, controlado por el poder civil. Por eso los sacerdotes y los obispos franceses debían dejar de obedecer a Roma, para someterse al gobierno revolucionario. Y, por supuesto, había que acabar con los conventos, en especial con los de contemplativas.

Por eso, en estos días de confinamiento general, recomiendo una película que, además de estar libre en la red, es todo un clásico del cine. La prueba de lo que digo es que tiene ya más de sesenta años y todavía se deja ver; me refiero a Diálogo de Carmelitas.

Con la I Guerra Mundial, nuestros retatatarabuelos comprobaron que el progreso también llevaba a la tumba

No voy a hablar de ella porque no quiero romper la emoción que la película posee, de principio a fin. Solo comentar un par de cosas. Primero, que es una película que todos los años pongo a mis alumnos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alcalá, porque refleja como ninguna otra lo que fue la Revolución Francesa. Y segundo, que se fijen en la frase que pronuncia al principio de la vista un juez, por cierto, todo emperifollado de plumas, como corresponde a la cursilería revolucionaria: “Yo soy el guardián del alma de la patria”. A partir de ahí ya puede ocurrir cualquier desgracia.

Triunfante la Revolución, transcurrió el siglo XIX con fe ciega en el progreso, por lo que nuestros retatatarabuelos interpretaron que lo de la ideología liberal progresista era verdad y la cultura de la Cristiandad una milonga. A partir de entonces, se consideró, y todavía hay quien sigue en ello, que el fin de la Historia es la grandeza del Imperio, la unidad del partido, la fortaleza del sindicato, la expansión de la empresa o la brillantez de la cátedra, para ocultar que el verdadero fin de la Historia no es otro que el hombre vuelva a ser plenamente hombre, que vuelva a Dios, que sea santo.

Y nuestros progresistas retatatarabuelos, que eran tan progres que salían a saludar al tren a lo largo de su recorrido, porque el ferrocarril era el progreso de los progresos, se pegaron una costalada intelectual y moral de mucho cuidado, cuando comprobaron que tanto progreso también podía llevar a la tumba a los hombres por millones, como sucedió durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Por primera vez, entró entonces en crisis -en una crisis seria, quiero decir- la cultura de la ideología liberal progresista. Y, por tanto, era la primera gran oportunidad para reconocer que bajo el edificio había arcillas expansivas y poner remedio. Pero nuestras retatatarabuelas, para acallar sus conciencias, se pusieron a bailar con desenfreno el charlestón, enseñando pierna y dando vueltas con frenesí a sus largos collares de perlas falsas… Y tras el baile, se entregaron a los totalitarismos, que negaban que el hombre fuera una criatura de Dios y mantenían que el hombre era un ser autónomo.   

En agosto de 1939, nazis y comunistas descubrieron que eran dos mundos con los mismos métodos y, lo que es más importante, con la misma moral

La noche del 23 al 24 de agosto de 1939, nazis y comunistas celebraron una peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia académica ha denominado "pacto de no agresión". Hoy ya sabemos más. Ribbentrop, ministro de asuntos exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde donde informó: "Me sentía como si hubiera estado entre los viejos camaradas del partido". Stalin al brindar afirmó que "sabía cuánto amaba a su Führer el pueblo alemán". Se dijo que el pacto Anticomintern estaba dirigido sencillamente a impresionar "a los tenderos británicos". Stalin se mostró encantando, al descubrir las disposiciones de los nazis. El 28 de septiembre otro nuevo pacto, denominado Tratado Germanosoviético de Fronteras y Amistad, fijaba el reparto, no sólo de Polonia, sino también de Europa oriental. Los dos cómplices habían llegado a un acuerdo: eran dos mundos con los mismos métodos y, lo que es más importante, con la misma moral. El 1 de septiembre los nazis invadieron Polonia, y el día 17 hicieron otro tanto los comunistas. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

Y aquí mi segunda película recomendada para ver en estos días de encierro: Katyn. En los bosques de Katyn, los comunistas aliados de los nazis, asesinaron a más de 21.000 polacos; la práctica totalidad de la oficialidad del ejército, la policía y muchos profesores universitarios. El genocidio fue aprobado por el Politburó, de acuerdo con un organismo recientemente creado en la Polonia ocupada, al poco de ser invadida, en el que participaban los comunistas polacos, que se llamaba Instituto de la Memoria Nacional… ¿A que les suena a algo cercano a nuestro gobierno de socialistas y comunistas?

Cuando se estrenó esta película fui invitado al evento y me tocó como compañero de butaca un diplomático de la embajada polaca. Al acabar la película me preguntó porqué Occidente había guardado silencio sobre acontecimientos como este. A lo que le contesté que yo no podía responder por Occidente, pero sí que podía darle una explicación por lo que yo había vivido. Y le comenté que yo empecé la carrera en el año de 1969, cuando todavía vivía Franco, y ya en aquellos años tuve muchos profesores en la Universidad Autónoma de Madrid que pensaban lo mismo que los verdugos que pusieron los cañones de sus pistolas en las nucas de los polacos asesinados en Katyn.

Y desde entonces a hoy, mi preocupación ha ido en aumento, porque si malo es que los comunistas se hagan con las cátedras de la Universidad, desde que se han sentado en poder ya nadie podrá vivir tranquilo, porque cualquier día les da por acelar el paso, inspirados por la máxima de Lenin. “La revolución avanza muy despacio, porque fusilamos muy poco”.

 

Javier Paredes. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá