Antonio Hernández Espinal es un socialista de Sevilla que se ha instalado en el palacio de La Moncloa porque cobra, y debe cobrar mucho por la importancia del cargo. Es el jefe de estrategia de Pedro Sánchez. Hernández Espinal ha declarado públicamente que es masón. Lo ha hecho no tanto para desvelarnos que es uno de los Hijos de la Viuda, como para presentarnos una versión de la historia de la Masonería, que de creíble tiene la misma consistencia que la escuadra de plástico con la que se ha fotografiado.

Afirma el estratega de Pedro Sánchez que la masonería nada tiene que ver con la política, lo que desmiente categóricamente la Historia. Ignora Hernández Espinal las fechorías de Émile Combes (1835-1921), presidente del Gobierno de Francia, que tuvo que abandonar el cargo cuando se le descubrió que a la hora de nombrar cargos hacia más caso a las logias que a las instituciones políticas.

Y sin salirnos de España, desconoce igualmente el protagonismo que tuvieron en el pronunciamiento de Riego de 1820 las dos logias de Cádiz, “El Soberano Capítulo”, presidida por el acaudalado Javier Isturiz, y el “Taller Sublime”, por donde iban los entonces coroneles Quiroga y López Baños, y los comandantes Riego, Arco Agüero y San Miguel. Pero desconoce, sobre todo, la implicación de la masonería española en uno de los peores crímenes de nuestra historia, al que Marcelino Menéndez Pelayo se refirió como “el pecado de sangre”. Se lo voy a contar.

Nunca se había visto en España nada semejante a lo que sucedió los días 17 y 18 de julio de 1834 en Madrid. El historiador Manuel Revuelta ha estudiado todo lo ocurrido con detalle, con rigor y con serenidad, y este es su juicio global: «El 17 de julio no debe solamente considerarse como fecha aciaga en que tiene lugar una hecatombe de vidas humanas, que tanto abundan, por desgracia, en la historia. (…). No se trata solamente de unos frailes menos, en aquella España trágica, desposada con la muerte, que veía perder a sus hijos por la epidemia del cólera o los fusilamientos masivos en la salvaje guerra sin cuartel. El 17 de julio es símbolo de un movimiento de oposición radical a la Iglesia, que desgarra con surco tajante la secular tradición católica de nuestro pueblo».

El 17 de julio de 1834, al padre Benito Carrera le acribillaron en el sótano junto con otros doce franciscanos y no fueron las únicas víctimas de San Francisco el Grande, porque otros murieron en el coro, por los claustros y hasta en la enfermería, porque ni siquiera se apiadaron de los que convalecían postrados en la cama

El convento de San Francisco el Grande con el Colegio Imperial de los Jesuitas (actual sede del Instituto San Isidro de Madrid) y los conventos de Santo Tomás y el de la Merced de Madrid fueron los principales escenarios de un odio a la religión como nunca se había visto en la Historia de España. Los asesinos asaltaron los conventos entre blasfemias, destrozando y robando cuanto encontraban a su paso, dando mueras a Cristo y vivas a Lucifer. Al padre Benito Carrera le acribillaron en el sótano junto con otros doce franciscanos y no fueron las únicas víctimas de San Francisco el Grande, porque otros murieron en el coro, por los claustros y hasta en la enfermería, porque ni siquiera se apiadaron de los que convalecían postrados en la cama. Concretamente, según Manuel Revuelta, fueron 48 los asesinados en el convento de San Francisco el Grande: 24 sacerdotes, 4 coristas, 12 legos y 8 donados. Y aunque no murió esa noche, puede contarse también entre las víctimas al padre general de los Franciscanos, Luis Iglesias. Todos estos acontecimientos se produjeron con la complicidad o, en el mejor de los casos, con la pasividad de las autoridades. Durante la masacre que duró muchas horas, nadie acudió en ayuda de los religiosos y tampoco se investigó lo acontecido para exigir responsabilidades.

El padre Francisco García fue un franciscano que falleció en Toledo el 3 de febrero de 1890 y vivió lo sucedido el 17 de julio de 1834, porque era estudiante en San Francisco el Grande. Redactó lo que él vio en diez hojas de papel de carta, que a su muerte acabaron en poder de una sobrina suya, que a su vez entregó a los franciscanos y las publicaron en 1914.

Concretamente, según Manuel Revuelta, fueron 48 los asesinados en el convento de San Francisco: 24 sacerdotes, 4 coristas, 12 legos y 8 donados. Todos estos acontecimientos se produjeron con la complicidad de las autoridades. Durante la masacre que duró muchas horas, nadie acudió en ayuda de los religiosos y tampoco se investigó lo acontecido para exigir responsabilidades

Cuenta Francisco García, que nada sucedió de repente, pues al menos desde día de San José vivían sobresaltados en San Francisco el Grande y cada noche se registraban los lugares de la iglesia —confesionarios, coro, campanario, etc.— donde alguien se pudiera esconder. El 17 de julio, como cada jueves, salieron de paseo por la mañana y fueron a la Moncloa, donde un hortelano les contó que había corrido la voz por Madrid de que los frailes habían envenenado las aguas y que, por lo tanto, corrían peligro; que había grupos compuestos de populacho y de milicianos nacionales dispuestos a asesinar a los frailes, y que les aconsejaba no regresar a San Francisco el Grande. A pesar de estas noticias y obedeciendo al maestro de novicios, regresaron y de vuelta al convento ya pudieron comprobar que el hortelano no exageraba; en el puente de Segovia se encontraron grupos de milicianos nacionales, que se dirigieron a ellos en estos términos: “Dejadlos, que van como corderos…”.

Cuando llegaron al convento encontraron muy alarmados al resto de los franciscanos, pues ya habían llegado las noticias de los primeros asesinatos, por lo que el superior fue a pedir protección al jefe del Regimiento de la Princesa que estaba acuartelado en San Francisco, a lo que contestó que antes de que tocaran a un fraile tendrían que pasar por su cadáver y el de sus subordinados. A las ocho de la noche cenaron y después fueron al coro para la bendición con el Santísimo Sacramento, y entonces fue cuando asaltaron el convento.

Los franciscanos fueron corriendo al encuentro con el jefe de los soldados allí acuartelados, en petición del socorro prometido, pero con sorpresa comprobaron que había sido relevado por otro militar. El nuevo mando les manifestó que tenía orden de no hacer resistencia a las masas amotinadas y que ni siquiera les permitían quedarse junto a ellos.

El 17 de julio, como cada jueves, salieron de paseo por la mañana y fueron a la Moncloa, donde un hortelano les contó que había corrido la voz por Madrid de que los frailes habían envenenado las aguas y que, por lo tanto, corrían peligro; que había grupos compuestos de populacho y de milicianos nacionales dispuestos a asesinar a los frailes, y que les aconsejaba no regresar a San Francisco

Comenzó entonces la persecución y matanza de los frailes por las distintas dependencias del convento, a la vez que saqueaban y robaban cuanto tenía algún valor. En su huida, Francisco García junto con otro condiscípulo encontraron un balcón abierto que daba a la huerta, desde donde saltaron y desde allí treparon la tapia divisoria con la finca del Duque de Medinaceli, donde se escondieron. Desde su escondite pudieron oír y hasta ver lo que estaba sucediendo, pues era noche de luna llena. Comprobaron que eran los miembros de la Milicia Nacional, no solo porque les vieron, sino también por los comentarios que hacían, entre otros este: “No hay necesidad de gastar pólvora con esta canalla; a estos tenemos seguros; cuchillada, sablazo, y ¡firme con ellos! Hasta que no quede ninguno”. Las matanzas en San Francisco acabaron a las cuatro de la mañana, que fue cuando cesaron los tiros, los gritos y los murmullos, y quedó el convento en profundo silencio.

Ángel Fernández de los Ríos (1821-1880) ingresó en la logia masónica “Doce Hombres de Corazón” en 1842. Este masón escribió una biografía “apañadita” sobre otro masón, Salustiano Olózaga, para exculparle de los asesinatos de 1834: nada habían preparado y nada tenían que ver los masones, porque todo fue consecuencia de un estallido espontáneo.

Pero la espontaneidad de lo sucedido, según la versión de Fernández de los Ríos, se cae por su peso a la vista de cómo se produjeron los hechos por muchas circunstancias, como muestra esta: no fueron unas turbas de madrileños exaltados que de repente asaltaron los conventos de Madrid, sino que eran grupos en los que había numerosos milicianos de uniforme, que de acuerdo a un plan asaltaban un convento, y cuando acababan con él iban a por el siguiente. Como sostiene Revuelta, todo indica premeditación, dirección y previo planteamiento, y prosigue este historiador: “El mismo Martínez de la Rosa en un relato posterior afirmó sin ambages que fue público y notorio que aquella catástrofe fue obra de las sociedades secretas para precipitar la revolución y arrojar del mando al partido moderado, aprovechándose del terror que difundió la aparición repentina del cólera, inventando lo del envenenamiento de las aguas como otras absurdas que inventaron en otras capitales”.

La revolución espontánea no existe. Y los Hijos de la Viuda son especialistas en prepararlas

Hace ya tiempo que el profesor Carlos Corona escribió en su estudio sobre los motines del siglo XVIII que no existe la revolución espontánea y que en todas ellas hay “plan, elaboración y objeto”. En consecuencia y de acuerdo con la confesión de Martínez de la Rosa, Salustiano Olózaga contrajo una grave responsabilidad en las matanzas de frailes del 17 y 18 de julio 1834, pues desde octubre de 1833 era uno de los máximos dirigentes de la secta masónica, como vocal del Supremo Consejo de la Masonería española.

Según Pirala, la masonería organizó desde Madrid las matanzas que prosiguieron en Zaragoza los días 3 de abril y 5 de julio de 1835. Asaltaron y quemaron los conventos de la Victoria, San Diego, San Agustín, Santo Domingo y San Lázaro y asesinaron a un total de 19 religiosos. Después de lo de Madrid, y el haberse llevado el ataque a los conventos en dos jornadas distintas en Zaragoza, se generalizó la creencia de que a esas dos jornadas sucederían otras más, hasta matarlos a todos, por lo que muchos religiosos abandonaron la ciudad aragonesa, para instalarse en otros conventos en localidades que consideraron más seguras.

Según Pirala, la masonería organizó desde Madrid las matanzas que prosiguieron en Zaragoza los días 3 de abril y 5 de julio de 1835. Asaltaron y quemaron los conventos de la Victoria, San Diego, San Agustín, Santo Domingo y San Lázaro y asesinaron a un total de 19 religiosos

De Aragón las matanzas de frailes se extendieron a Cataluña, comenzando por Reus, donde asesinaron a 23 religiosos el día 22 de julio de 1835. Todas estas revueltas, como bien observó Martínez de la Rosa, tenían también como objetivo apartar del poder al sector moderado de los liberales en favor del partido exaltado, al que por estos años Olózaga renombró como partido progresista. El hombre de los progresistas en estos momentos era Juan Álvarez Mendizábal.

La impunidad con la que actuaban los progresistas era tal, que en 1835 ya ni siquiera se escondían. El periódico del partido progresista en Barcelona era El Catalán, dirigido por Pascual Madoz, que preparó la opinión y empujó a los catalanes a la revolución y al crimen, sin tapujos. El 2 de mayo, dicho periódico publicaba unas coplillas en verso, en las que a continuación de dar vivas al motín, y para que encajara la rima, anunciaba que se iba armar la de San Quintín. Consideraba Madoz en sus coplillas que la victoria sobre los carlistas era una cuestión secundaria, —“sobran soldados en el Baztán” decía en un verso— ante la urgencia de hacer la revolución, en la que “había que cortar el cuello a cercén, del fraile mostén”.

Cortar el cuello a cercén, del fraile mostén

Y de acuerdo con lo anunciado, los revolucionarios se concentraron en la plaza de toros de la Barceloneta, donde se celebraba una corrida el día Santiago. El último toro, llamado El Estudiante, les debió parecer manso y decidieron arrástralo por las calles de Barcelona con la intención de quemarlo, para lo que utilizaron las puertas de un convento y después del toro, quemaron el convento, y después de ese convento otro convento… En conclusión, la tarde del día 25 de julio de 1835 ardieron en Barcelona los conventos de San Francisco, el de los trinitarios descalzos, el de San José, el de agustinos calzados, el de carmelitas calzados, el de Santa Catalina y murieron asesinados 16 religiosos.

La tarde del día 25 de julio de 1835 ardieron en Barcelona los conventos de San Francisco, el de los trinitarios descalzos, el de San José, el de agustinos calzados, el de carmelitas calzados, el de Santa Catalina y murieron asesinados 16 religiosos

Por su parte, Pascual Madoz justificaba los asesinatos del día de Santiago en El Catalán cinco días después, porque se había respetado la propiedad... Su justificación recuerda lo ya dicho por Fernández de los Ríos sobre los sucesos de Madrid en 1834: «La opinión pública —escribía Madoz— estaba predispuesta contra los regulares, que el pueblo miraba como el foco de rebelión, y en un momento de exaltación inocente, en una diversión pública, esta exaltación se desvió de su primitivo objeto y se manifestó hostil a los conventos, haciendo desaparecer a los moradores en una noche. Son de lamentar, por cierto, algunas desgracias, pero la cordura de las autoridades, ejército y milicia previno otras mayores. Si desgraciadamente se ha derramado sangre española, debemos al mismo tiempo congratularnos de que el pueblo haya respetado las propiedades y las personas de los particulares sin distinción de opiniones».

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá