El tren se detuvo en la estación de Atocha a las once de la mañana del 5 de agosto de 1936. Sor Blanca, monja de clausura de Santa Catalina, huía del infierno en el que los socialistas habían convertido la ciudad de Alcalá de Henares. Se había subido al vagón con la esperanza de encontrar tranquilidad en la capital de España, donde conocía a una familia que podía acogerla. Pero de inmediato comprobó que el odio satánico que la había expulsado de su convento, solo era parte del flujo de una marea mayor.

Unos hombretones con fusiles la encerraron en una dependencia de la estación, donde unas milicianas con el pretexto de registrarla la desnudaron completamente, pero nada encontraron de valor porque todo se lo habían quitado ya los socialistas de Alcalá de Henares. Las milicianas la torturaron con dejar entrar a los que ellas llamaban “sus compañeros milicianos”, para que la vieran desnuda. Y, tras esta afrenta a su virginidad consagrada, la ficharon. Escoltada por dos milicianos armados, la llevaron hasta el domicilio que ella les indicó.

-¡Compañero! A la casa donde la lleves, que te den un papel en donde respondan por ella. Y sin que respondan de ella no la dejes en ningún sitio… ¿Entiendes? ¡Compañero!

Tras esta orden emitida por el que hacía de jefe, Sor Blanca camina encomendándose al Señor y a su Madre Santísima. Va entre dos milicianos con los ojos bajos. Y en el trayecto, cuando se cruza con otro grupo de milicianos, uno de ellos lanza el saludo con el que la izquierda pretendía liquidar la existencia de Dios:

-¡Salud!

-¡Que Dios nos la de a todos!-respondió Sor Blanca. Y aquel grupo de milicianos bajó los puños, y no dijeron ni una sola palabra, ni ellos ni los que la conducían.

Sor Blanca comenzaba así su calvario, que iba a durar toda la guerra, refugiándose en distintas casas y en pensiones, siguiéndola siempre de cerca la policía. Incluso llegó a estar presa varios días en la checa de Fomento. Y a pesar de tan cruel persecución, se cumplieron en ella las palabras que le dijo un jesuita, con el que se encontró en uno de los escondites: “Dios tiene determinado el número de los que en esta guerra han de morir, y ni uno más ni uno menos morirá. Los que se mueran, sin duda en el Cielo, tendrán corona de mártires. Los que Él, por sus altos juicios, tenga determinado dejar en la tierra, los sacará de todos los peligros, si es preciso haciendo milagros”.

Y gracias a esos altos designios de Dios, Sor Blanca, cuando acabó la guerra, pudo dejar constancia por escrito del odio sectario de los enemigos de la Iglesia, y de la milagrosa protección del Cielo que ella tuvo en tantas ocasiones, que de narrarlas en este periódico de Hispanidad, tendría que emplearme en una larga serie de artículos… Pero no lo voy a hacer, ya que no son pocos los lectores que me han comunicado que ya no aceptan ni un “continuará” más, porque quieren conocer qué fue de las Catalinas de Alcalá de Henares en la Guerra Civil.

El sectarismo antirreligioso del PSOE no se detuvo ante nada: destruyeron la mayor parte del rico patrimonio artístico de Alcalá

Hasta ocho monjas del convento de Santa Catalina viajaron a Madrid porque pensaban que algún conocido podía protegerlas. Dos de ellas, como vimos, volvieron a los pocos días. Otras permanecieron más tiempo, tres de ellas hasta el final de la guerra y vieron la entrada victoriosa de las tropas nacionales desde una casa de la calle de Serrano, donde estaban refugiadas.

El resto de la comunidad de las dominicas de Santa Catalina permaneció durante unos meses en Alcalá de Henares. Ya dijimos que fueron tratadas como esclavas por las autoridades municipales del PSOE, forzadas a coser ropa para los milicianos en el convento de las Siervas de María. Allí fueron concentradas hasta 85 monjas, sin permitirlas salir a la calle. Y, cuando salían, lo hacían siempre por alguna obligación concreta y escoltadas por milicianos armados. Y como más tarde hicieran los nazis con los judíos marcándoles la ropa con una estrella amarilla de seis puntas, para que todos los alcalaínos las reconocieran, las obligaban a llevar un brazalete rojo con las siglas AMA, que significaban Agrupación de Mujeres Antifascistas.

Entre tanto el PSOE desató en Alcalá de Henares la persecución cruenta de los católicos. Lo que se ha pretendido justificar como asesinatos ejecutados por incontrolados no cuadra con lo que pasó porque desde el Ayuntamiento gobernado por el PSOE emanaban las directrices para establecer un régimen de terror en Alcalá de Henares.

Y para que quedaran claras que el modelo de las maneras políticas del PSOE en Alcalá de Henares eran las de la guillotina de la etapa del Terror de la Revolución Francesa, una de las cuatro checas que funcionaron en Alcalá de Henares, la que se instaló enfrente del Ayuntamiento, exactamente en el Círculo de Contribuyentes, recibió el nombre de Comité de Salud Pública, en una pésima versión del francés de Le Comité de salut public, porque el salut de los franceses significa salvación y no salud, concepto para el que nuestros vecinos emplean el termino santé. Pues bien, el Comité de Salud Pública de Alcalá de Henares era una de las cuatro checas que hubo en la ciudad, también llamada del Frente Popular, y su comité estaba encabezado por el presidente de la Agrupación Socialista de Alcalá de Henares y presidente de la Casa del Pueblo, Felipe Guillamas Cámara, que también formaba parte de los comités de otras dos checas más. 

Ya vimos que al capellán de las dominicas, antes de ser asesinado, el edil del PSOE Simón García de Pedro le apresó y se lo llevó al Ayuntamiento para interrogarle. Y desde las dependencias municipales, lo trasladaron en un coche hasta las tapias del cementerio donde le fusilaron en un basurero. Y lo del capellán de las dominicas, Eduardo Ardiaca Castell, se repitió con otros sacerdotes, ya que antes de asesinarlos los llevaban a las dependencias del Ayuntamiento o a una de las cuatro checas de Alcalá de Henares.

Al igual que Eduardo Ardiaca Castell y Pedro García Ezcaray, como ya vimos, fueron asesinados los que, como ellos, también eran miembros del cabildo de la iglesia Magistral, los sacerdotes Julián Fernández Díaz, Longinos Ortega Miguel, Pablo Herrero Zamorano, Rogelio Oliva Ruiz y Marcial Plaza Delgado. Además, fueron asesinados los sacerdotes diocesanos César Manero Zaro y Maximino García y García. Y perecieron víctimas de la persecución religiosa el filipense Mariano Sánchez Sobejano y los escolapios José Manuel García Paradelo, José Viñas Rodríguez, Gregorio Gómez Miguel, Juan Francisco Alonso Subiñas, Andrés Díaz Balmisa y Facundo Martínez Díaz.

"Vaya boquete que le he hecho en la tripa, dijo el socialista Joaquín Torres tras asesinar en plena calle al sacristánTomás Plaza. 

También fueron asesinados por profesar su fe unos cuantos laicos alcalaínos. Quizás, el más conocido de todos sea Tomás Plaza Main, sacristán de la iglesia Magistral. El 22 de julio de 1936 se presentó en su domicilio de la calle Talamanca número cuatro un conocido socialista, Joaquín Torres Barco, acompañado de otro apodado “El soguero”. Los dos iban armados, pero no eran ningunos incontrolados, porque le detuvieron y le indicaron que caminara…  hacia el Ayuntamiento. Sin embargo, al paso obligado por la plaza de Cervantes, la gente al ver que iba detenido el sacristán se arremolinó, y entonces el socialista Joaquín Torres Barco apuntando el arma gritó con voz firme:

-¡Retiraos! ¡Que este no llega al Ayuntamiento! ¡Para que nos vamos a molestar!

A continuación, sonó un disparo y Tomás Plaza cayó al suelo, donde fue rematado por otra descarga. Y el socialista Joaquín Torres dirigiéndose a los que habían presenciado el crimen, les dijo con un tono de jactancia:

-¡Vaya boquete que le he hecho en la tripa!

A la persecución de las personas, los socialistas y sus cómplices de izquierdas añadieron la persecución de las cosas sagradas. El sectarismo antirreligioso del PSOE no se detuvo ante nada, y los socialistas y sus cómplices destruyeron la mayor parte del rico patrimonio artístico de Alcalá de Henares. Su barbarie la han tapado posteriormente con la mentira y siguen manteniendo la patraña inventada por Manuel Azaña y Antonio Machado de “la certera puntería fascista contra el sepulcro del Cardenal Cisneros”, a pesar de que la documentada tesis doctoral de Josué Llul Peñalba, publicada por la Universidad de Alcalá, haya desmontado tan torpe mentira. Ya vimos en un artículo anterior cómo se empleó gasolina para quemar la iglesia Magistral, donde entonces se encontraba el sepulcro del Cardenal Cisneros y sobre el que se desplomó la bóveda de la iglesia.

De la destrucción de la iglesia de Santa María Mayor, situada en la misma plaza de Cervantes, a menos de cien metros del Ayuntamiento, y de la que no queda nada más que un trozo de muro, la torre y una capilla, también se ha culpado a Franco sin ponerse todos de acuerdo, que dicen unos que la bombardeó desde el aire y otros que lo hizo desde tierra, con la artillería. Mentira también desmentida, en este caso por Damián Chacón del Castillo, que ingresó como guardia municipal en 1930 y permaneció en ese puesto durante toda la guerra. Damián fue testigo de cómo el socialista ya citado Joaquín Torres Barco, junto con Nicolás García Sánchez, Ángel García y Jesús Rodríguez sacaron una garrafa de arroba llena de gasolina del Ayuntamiento, para quemar la iglesia de Santa María la Mayor. 

El PSOE había convertido la ciudad de Alcalá de Henares en un infierno, por lo que se entiende que las dominicas de Santa Catalina aceptaran incorporarse a los evacuados que fueron trasladados al Levante español, concretamente al pueblo de Agost de Valencia, donde las monjas fueron repartidas en diferentes casas de gente muy humilde, que les permitieron vivir con cierta dignidad hasta el final de la guerra, y desde donde volvieron a su convento en abril de 1939.

El trato que dieron a las Catalinas las buenas gentes, tanto las de Alcalá de Henares como las de Agost, desmonta esa mentira de que la Iglesia en España, a principios del siglo XX, se había separado de los pobres, porque se había aliado con los ricos. No, eso no es cierto. Fueron numerosas las personas de las clases humildes en toda España las que protegieron a las monjas y a los eclesiásticos, durante la persecución religiosa desatada en la zona republicana. Y les ayudaron por dos motivos; primero, por el agradecimiento a su labor educativa y asistencial. Y segundo y, sobre todo, porque eran los suyos, porque eran las clases humildes las que nutrían mayoritariamente los seminarios y las casas de los religiosos. El desapego de la sociedad española de la Iglesia en España, de la sociedad española alta, media y baja es un fenómeno mucho más reciente, tan reciente como que es el mal de nuestros días.

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá