Sr. Director:
A raíz quizá del lamento del presidente francés en una entrevista a L’Express, el 21 de enero, antes aún de que se acentuase el declive de su popularidad en plena pandemia -"nos hemos convertido en una nación de 66 millones de fiscales"-, se ha consolidado el término “sociedad del comentario”. Emmanuel Macron habló del aplastamiento de las jerarquías inducido por la sociedad del comentario permanente: la sensación de que todo vale, de que todas las palabras son iguales, de que la voz de alguien que no es especialista pero que opina sobre el virus vale lo mismo que la de un científico.
Dos grandes riesgos acechan: una indiferencia conformista, y un desconfiado y universal criticismo. Las homilías de los dirigentes se valoran como un comentario más..., cada vez menos escuchado, también porque en parte refleja el arte de la distracción: lanzan temas que desvían o dirigen la atención de los ciudadanos inquietos hacia lo que conviene a los gobernantes o a los líderes, no a la realidad de los problemas pendientes o de los errores cometidos.
Al cabo, pueden ser válidas expresiones contradictorias: la sociedad del comentario es una amenaza para la democracia; y su contrario; la sociedad del comentario es la sociedad democrática.
Un posible consuelo radica en que, en la cultura de la actual algarabía, entran muy bien testimonios y llamadas a la solidaridad, que contribuyen a consolidar una ética pública pendiente del cuidado solidario en vez del descarte, más allá de las propias opciones políticas.