Entre las noticias que nos provocan sentimientos más dolorosos están las relacionadas con la muerte causada a niños y bebés. Y si además los autores son sus padres o familiares, nos producen un doble rechazo: no es fácil asimilar que quienes les maten sean los mismos que debieran protegerles. Sin embargo, son noticias bastante frecuentes... Como, por ejemplo, la durísima y reciente sentencia que ha condenado con 20 años de prisión a una madre que mató a su hijo recién nacido metiéndolo en una bolsa de basura. Curiosamente, si lo hubiese abortado pocos días antes del parto, estaríamos justificándola, porque nos hemos/han acostumbrado a digerir que las madres puedan matar a sus hijos en gestación.
Pero ahora otro terrible suceso complica aún más las cosas: un tipo asesina a puñaladas a su expareja, embarazada de nueve meses, provocando también la muerte del hijo, calificado en la mayoría de medios como «bebé», tratándose el crimen como un doble homicidio. Las preguntas fluyen solas... ¿Por qué en unos casos denominamos bebé al hijo en gestación y su muerte nos repugna, y en otros su muerte ni siquiera nos inquieta? ¿Acaso puede radicar sólo en el deseo materno por tener esos hijos, la naturaleza de esos seres humanos y su derecho a vivir? A esto suele contestar el progresismo feminista (aunque lo envuelve en sentimentaloide retórica) diciendo que ¡por supuesto!, que en eso radica su diferente destino: si apetece tenerlos, son entrañables bebés; y si no, inoportunos «seres vivos». Un razonamiento de esencia similar a ese otro tan machista de «la maté porque era mía».