
El presidente del PP no será un tirano. No será un liberticida. Será algo peor: será un anestesista / Foto: Pablo Moreno
Sr. Director:
Si la política es el arte de elegir entre lo malo y lo peor, España se encamina -en el mejor de los casos- hacia un futuro gobernado por lo mediocre. A estas alturas, la posible presidencia de Alberto Núñez Feijoo ya no suscita esperanzas, sino resignación. Hablamos de un hombre gris, de moral gris, incapaz de discernir entre el bien y el mal porque ha hecho de la equidistancia su dogma y de la indefinición su estrategia. Y esa indefinición no es prudencia, sino cobardía revestida de cálculo electoral.
Como decía mi abuelo materno: «No seas tonto, sé listo… y hazte el torpe»
Feijoo, funcionario de carrera, es el producto más depurado de esa España funcional, tibia y cómoda, que aspira a no molestar a nadie para mantenerse a flote. Es un político de despacho, no de ideas. De hechos pequeños, no de principios grandes. Un tecnócrata cuya máxima virtud es la previsibilidad. Ha ganado todas las elecciones a las que se ha presentado, sí, pero lo ha hecho sin sacudir nada, sin cuestionar nada, sin reformar nada. Simplemente gestionando, parcheando, aguantando. Como quien hace malabares con la decadencia sin atreverse jamás a revertirla.
Desdeña las «batallas culturales» porque no cree en nada que no pueda medirse en gráficos de barras. No cree en la verdad, sino en la conveniencia. No cree en España como nación, sino como estructura administrativa. Habla de Illes Balears y no de Baleares porque le interesa no ofender a nadie, aunque para ello tenga que desdibujar la realidad. No es nacionalista, pero es regionalista hasta lo grotesco, y eso en la práctica se traduce en cesiones continuas al discurso identitario. Es el perfecto centrista posmoderno: sin fe, sin causa, sin alma.
Y sin moral definida. Porque la moralidad no es una cuestión de grises. El gris, por definición, no existe sin el blanco y el negro. Lo gris es evasión. Es el refugio de quienes no quieren enfrentarse a lo bueno ya lo malo. En política, como en ética, quien se declara «moderado» muchas veces sólo está diciendo: «No quiero tomar partido». Y en los tiempos que vivimos, no tomar partido es tomar partido por el mal. Feijoo no cree en la lucha por los valores porque no cree que existan valores absolutos. No cree en nada, no tiene referentes filosóficos sólidos, no tiene visión. Tiene instinto de conservación.
Esta moralidad «gris» es profundamente peligrosa. Porque legitima, con su pasividad, todo el aparato ideológico del adversario. Porque mientras Feijoo evita “molestar”, la izquierda ocupa todos los espacios: la educación, los medios, el lenguaje, las conciencias. El PP de Feijoo es la rendición blanda. Es la derecha que gestiona la herencia ideológica de la izquierda. Una derecha sin coraje para derogar leyes ideológicas, sin voluntad para combatir el nihilismo progresista, sin intención de devolver a España su pulso moral. Feijoo habla como gestor, actúa como burócrata y piensa como socialdemócrata. Su ideología -si se le puede llamar así- no es más que una mezcla tibia de concesiones, una economía mixta entre principios erosionados y estrategias de supervivencia electoral.
La doctrina del hombre gris -«no todo es blanco o negro»- es en realidad una coartada para no juzgar, para no distinguir, para no enfrentarse a nada. Es una confesión: «No quiero ser completamente bueno, pero tampoco quiero que me consideren completamente malo». Es la negación de todo juicio moral, de todo estándar, de toda claridad. Pero la claridad es lo que España necesita. No más relativismo, no más pactos vergonzantes, no más marketing del consenso.
Feijoo es un producto del franquismo tardío y de la transición, hijo de una familia humilde que ascendió gracias a los mecanismos meritocráticos del sistema. Y aunque eso pueda parecer meritorio, en realidad lo ha convertido en un administrador del régimen, no en su reformador. No tiene ímpetu regenerador, ni voluntad reformista. Su modelo es el equilibrio contable, no la reembolso nacional. Su lenguaje es el de las cifras, no el de las convicciones. Prefiere la estabilidad a la verdad, la calma a la justicia, la estadística al ideal.
En una España que se descompone moral, institucional y demográficamente, necesitamos algo más que tecnócratas previsibles. Necesitamos líderes que entiendan que sin una batalla cultural, todo lo demás es inútil. Que el poder político sin respaldo moral está vacío. Que el Estado sin alma es mero aparato burocrático. Y que quien se niega a pensar en términos de blanco y negro está, en el fondo, renunciando a distinguir entre el bien y el mal.
Feijoo no será un tirano. No será un liberticida. Será algo peor: será un anestesista. Un presidente de la administración, no de la nación. Alguien que mantendrá la maquinaria en marcha mientras se vacía de sentido. Un presidente que, en vez de demoler el legado ideológico de Sánchez, se limitará a gestionar sus escombros.
En resumen: Feijoo no es Sánchez, pero tampoco es la alternativa que España necesita. Es el mal menor, el anestesiante gris, el administrador de la decadencia. Y una sociedad en ruinas no necesita anestesia, sino cirugía. No necesita administración, sino resurrección. Feijoo no es el verdugo, pero tampoco el salvador. Es, simplemente, el síntoma de una época en la que ya nadie se atreve a pensar en blanco y negro.









