Por más que nuestros políticos nos vendan las bondades de la inmigración (incluyendo la masiva e ilegal), quizá no seamos conscientes de la oportunidad solidaria que nos brinda la privilegiada ubicación geográfica de la nación española (con perdón de separatistas y progresistas), al ser la puerta de acceso para una población de miles de millones de africanos, receptores del «efecto llamada» que produce el mensaje de que España y Europa son paraísos donde se puede vivir sin trabajar y con sitio para todos. Refuerza esta atracción, la poderosa propaganda lanzada por organismos internacionales y filántropos multimillonarios a través de sus influyentes medios, de que el futuro de la juventud africana no está en sus países, sino en desplazarse hacia Europa dejando atrás tierra y familia. Y añaden además que, no sólo debemos acogerles con mimo (porque de algún modo somos culpables de sus deficiencias), sino que como en Occidente apenas nacen niños gracias al aborto y a nuestra comodidad materialista, también debemos confiar en que suplirán nuestras graves carencias demográficas contribuyendo a financiar nuestras pensiones (y hasta nuestros hoteles).
Obviamente, toda esta fantástica propaganda exige silenciar los ineludibles encontronazos y problemas que generan unos inmigrantes de avalancha y sin formación, cuyas culturas y religiones suelen resultar incompatibles con las nuestras. Pero este tipo de «encuentros multiculturales» es un lujo reservado para el sano pueblo solidario, porque suceden muy lejos de las inexpugnables residencias familiares de políticos y filántropos.