Sr. Director:
“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16,13-20). Desde hace más de dos mil años, la Iglesia de Cristo navega en las aguas procelosas de este mundo, bajo el gobierno de los sucesores de Pedro.
Reconozco que pertenecer a una generación que ha tenido la gran fortuna de haber vivido acontecimientos que han sido un hito en la historia de la humanidad, como es la llegada del primer hombre a la luna, la caída del muro de Berlín o la renuncia de un Papa a su pontificado, imprime un cierto sentimiento de singular privilegio. Benedicto XVI, al igual que la mayoría de sus predecesores, ha dejado un sello indeleble en la Historia universal de la Iglesia.
De la Segunda Guerra Mundial del siglo XX surgieron dos Papas que han sido hijos de un trágico desgarro y enfrentamiento de sus pueblos: el polaco Karol Wojtyla y el alemán Joseph Ratzinger. Dos europeos a los que sorpresivamente el Espíritu Santo les encomendó, años después, la apasionante tarea de gobernar la barca de Pedro. A la exhaustiva e inmensa actividad apostólica de San Juan Pablo II, fruto de su arrebatadora personalidad, le sucedió la profunda, sosegada y reposada sabiduría del gran intelectual y teólogo que ha sido Benedicto XVI.
Su legado doctrinal es de una densidad tal, que sería pretencioso resumirlo en una breve semblanza de su relevante pontificado. Ya como Prefecto para la Congregación de la Doctrina para la Fe desde su nombramiento en 1982 se enfrentó a las grandes cuestiones planteadas en la Iglesia y muy especialmente ante lo que quería hacer el revolucionario Juan Pablo II, que se plasmaron en sus encíclicas doctrinales sobre la moral de la vida, los fundamentos de la moral católica o sobre la compatibilidad entre la fe y la razón (Fides et ratio, 1998).
Benedicto XVI insistió a lo largo de su magisterio en esta compatibilidad. En su memorable discurso en la Universidad de Ratisbona en el año 2006, abogó por “ampliar nuestro concepto de la razón y de su uso…”, “solo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación…”, a su vez la fe necesita el diálogo con la razón moderna, afirmaba.
Otro aspecto recurrente de su pontificado fue la denuncia de la “dictadura del relativismo”. “Tener una fe clara según el Credo de la Iglesia es constantemente etiquetado como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar de aquí hacia allá por cualquier viento de doctrina, aparece como la única aproximación a la altura de los tiempos actuales…”. El peligro hoy día, decía, es que “en nombre de la tolerancia se elimine la tolerancia”.
Dos discursos en los Parlamentos británico y alemán en los años 2010 y 2011, representan toda una guía ética y moral para cualquier dirigente o líder político. Frente a quienes confían en el mero consenso social como criterio suficiente para aprobar unas leyes, el Papa señalaba a los parlamentarios británicos que hay unas reglas éticas que son anteriores y superiores a la vida política y que la democracia se debilita cuando las ignora: “El papel de la religión no es proponer soluciones políticas concretas sino ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.
En el Bundestag alemán se preguntó sobre los fundamentos del Derecho: ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho aparente?... “La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho…”.
Su contribución al estudio y conocimiento de Dios y del hombre, al Magisterio de la Iglesia y a la sociedad en general, le acreditan como uno de los Papas más preclaros y sólidos en la defensa de la fe y la doctrina cristiana, la Historia así se lo reconocerá. Santidad, descanse en la Paz de Dios que tanto anheló.