Ya saben ustedes que una de las sentencias generalmente admitidas, aunque de cierta tanga poco, es que el sector financiero está desregulado o insuficientemente regulado. La verdad es que el sector lo que está es hiperregulado. Tan hiperregulado que cuando cosecha un fracaso, y con independencia de la responsabilidad que puedan tener los gestores de las instituciones que lo componen, todo el mundo se vuelve hacia los reguladores porque, tras el último varapalo, habían prometido una nueva normativa que hubiese evitado los problemas. Seguro. Algo así como prometer la desaparición de los delitos de homicidio y asesinato cada vez que se reforma el Código Penal y otras normas sobre control de la población.

Ya comienzan a alzarse voces contra este sinsentido. Algunas provienen del sector privado, como las recientes declaraciones de la consejera delegada de Bankinter, doña Dolores Dancausa, o el artículo del antiguo gobernador del Banco de España, don Miguel Ángel Fernández Ordóñez comentado en esta sección hace pocas semanas. En el mismo sentido, tenemos la iniciativa de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, para reducir la hiperregulación del sector.

Valorar los bonos por su precio de adquisición es una locura

Otro problema puede ser el uso equivocado de la regulación en el ámbito financiero. Muy interesante, en este sentido, puede ser el artículo de las profesoras Araceli Mora y Begoña Giner (ver el documento adjunto), en el que aseguran que los famosos reales decretos de Guindos de 2012, por los que se aumentaron las provisiones a la banca, tenían una mera intencionalidad política y carecían de racionalidad económica. Recuerden que la primera de las dos autoras, además de catedrática de contabilidad, fue miembro de la Comisión de Auditoría de Bankia y está imputada por el delito de falseamiento contable que se juzga en la Audiencia Nacional. Recuerden también que, a pesar de lo que aparece en los medios, la Fiscalía y la acusación particular del FROB han decaído en su solicitud de incriminación por este delito, que ya sólo se mantiene por el resto de acusaciones particulares.

Y ahora nos llega la NIIF 9. Esta semana el BBVA ha afirmado que esta norma generará unas necesidades de provisiones por pérdidas esperada en las carteras crediticias de los bancos de 12.000 millones de euros hasta 2022, que lastrarán muy seriamente sus resultados. No les voy a aburrir mucho con lo que es la pérdida esperada, que no es más que el error de confundir la Economía con la Ingeniería, un error propio de las concepciones marxistas de la primera, y creer que aquella -la Economía- tiene una capacidad predictiva exacta, en lugar de una capacidad predictiva de tendencia. En cualquier caso, hay voces críticas con la NIIF 9 en lo referente al tratamiento contable de las carteras de bonos y ven un interés de los Estados en asegurarse la colocación de su deuda. Máxime cuando el escenario más probable de evolución de los tipos de interés es que suban y, por tanto, que el precio de los bonos baje.

La llamada valoración ajustada tiene poco de ajustada. Vamos, que valora fatal

Aun cuando carezcan de formación contable, recordarán que hasta la adopción del marco normativo internacional en 2008 (en 2004, para la  banca), las compañías valoraban sus activos por el precio de adquisición o el valor de mercado: si éste era más bajo y siempre que existiese este último, porque hay activos que no sabemos lo que pueden valer hasta que los ponemos a la venta. Lo importante era la prudencia en la valoración de los activos: una estimación pesimista del valor de los mismos y de los resultados de las empresas. El nuevo marco prefiere eso que se llama Imagen Fiel y que no es sino una valoración ajustada. Así, si las cosas valen más de lo que pagamos por ellas, y aunque no las hayamos vendido, podemos reconocernos el beneficio. Algunos siempre criticaron esto por imprudente, como por ejemplo nuestro citadísimo profesor Huerta de Soto. Y vayasies imprudente.

Pero volvamos a la NIIF 9 y a los bonos. La nueva norma permite valorar los bonos a su precio de adquisición (o para los más técnicos, a la variante que es su coste amortizado) en determinadas condiciones que fija el tenedor de los mismos, que evita así el reconocimiento de pérdidas si éstos caen de precio. Es cierto que la anterior norma internacional, la NIC 39, también recogía esta posibilidad pero de manera más restrictiva y con alguna penalidad. Ahora, sin embargo, una institución puede estar cargada de títulos de deuda adquiridos a precios altos respecto de los que hay en el mercado en el momento de formular sus cuentas y evitar reconocer las importantes pérdidas subyacentes en los mismos.

Créanme: la banca no está poco regulada: está muy mal regulada

Vamos, que el regulador está preocupadísimo porque los créditos al sector privado no estén sobrevalorados (de ahí la obligación de reconocer las pérdidas esperadas) pero le da lo mismo que los bonos de deuda pública lo estén o no. Esto crea una suerte de competencia desleal entre los entes públicos y privados a la hora de acudir a los mercados en busca de financiación. Los primeros colocan activos inmunes al registro contable de pérdidas, mientras que los segundos colocan activos que hay que tratar con desconfianza contable. Todo sea por asegurarse que todo el ahorro vaya a donde quieren que vaya: a financiar el déficit público, pero disfrazado de libertad de mercado.