El problema, por tanto, no es dignidad. El ofendido tampoco pretende que le resarzan: nadie puede devolverle la vida del asesinado. Lo que quiere es dejar de sentirse humillado y ofendido y eso sólo se logra con la petición de perdón.
ETA es un grupo terrorista, es decir, unos señores que han asesinado, amenazado y extorsionado a sus congéneres. En este escenario, ¿puede lograrse la paz? Sí, por supuesto que se puede: sólo se necesita que sean perdonados y para ello es condición indispensable que pidan perdón. Todo lo demás es política, estrategia, cálculo y cabala. O sea, menudencias.
A más a más, como dicen los catalanes, se puede alcanzar la paz en el País Vasco aunque todos los etarras y todos los nacionalistas sigan pregonando la independencia de Euskadi, con las tres provincias vascas incluidas, o de Navarra, Andalucía y Marruecos. La independencia de Euskadi en el siglo XXI es una idea tan anacrónica como respetable. Renunciar a ella no es una condición indispensable para la paz. La paz no tiene que ser digna, tiene que ser justa. Y recuerden la lección magistral, el principio irrenunciable, que expuso en su día Juan Pablo II: No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón. Evidentemente, no puede haber perdón sin arrepentimiento. La paz es cosa de dos, el perdón, también.
En román paladino, Rodríguez Zapatero puede negociar sobre cualquier cosa siempre que se haga bajo esa premisa: el arrepentimiento del verdugo. De otra forma, mejor es seguir persiguiendo a ETA, judicial y policialmente.
Por lo que vemos no es precisamente arrepentimiento lo que exhibe ETA sino soberbia, chulería y cretinismo. Lean detenidamente esta noticia de la agencia Europa Press. Una panda de homicidas analfabetos hablando de tú a tú a los pueblos francés y español. Y más: la mentecatez del etarra García Gaztelu, juzgado ahora en la Audiencia Nacional, revela más bien poco arrepentimiento. Mientras ese estado de cosas se mantenga no es posible la paz, por mucho que le convenga a Rodríguez Zapatero para mantenerse en el poder. Y no porque fuera una paz indigna, sino porque sería una paz injusta.
Eulogio López