Son estos pequeños detalles los que obligan a Tony Blair a advertir a la población que no se dejen llevar por venganzas contra los musulmanes. Me columbro, y bien que lo siento, que esas advertencias, loables y necesarias, van a acabar en nada. Al final, hasta el menos racial de los occidentales se hace la siguiente reflexión: Sí, el Islam predica la paz, pero, caramba, la estadística contradice la doctrina.
Pero a lo que estamos, Fernanda: musulmán acogidos en Occidente, que conviven día a día con occidentales, que se aprovechan el nivel de vida y, sobre todo, de las libertades pública de Occidente, se revuelven un buen día, abandonan a su bebé de ocho meses y deciden saltar por los aires y llevarse por delante un montón de desconocidos en nombre de Alá. Es como para preguntarse, ¿qué está ocurriendo?
Pues aunque resulte políticamente incorrecto, hay que insistir: lo que está ocurriendo es que Occidente ya no evangeliza a sus inmigrantes, porque son pocos los occidentales que creen en el Evangelio. A una idea sólo se le combate con otra idea, a una cosmovisión con otra cosmovisión. El Islam es una cosmovisión pedestre, una caricatura del Cristianismo, del que ha escogido sus elementos más externos, que hace aguas por todas partes pero no deja de ser una cosmovisión.
Así se produce la siguiente y peligrosa situación: El occidental se dirige al oriental con el siguiente mensaje: soy tolerante contigo, si consigues un salario puedes vivir aquí. Pero no repara en que el musulmán, o simplemente el oriental, no le está pidiendo tolerancia, lo que le está pidiendo es lo que pide le ser humano desde Adán y Eva: un sentido a la vida, porque, antes que nada, incluso del sustento, la vida tiene que tener un sentido. Pero si es que llega a explicitarse la petición, el occidental respondería: ¡Ah, eso es cosa tuya!, más que nada porque lo más probable es que el propio requerido sea quien no ha conseguido darle un sentido a la vida a costa de despreciar los principios que dieron sentido a la vida de sus abuelos.
Recuerdo que cuando velaba mis primeras armas periodísticas en el desaparecido diario Ya me obligaron a hacer una sección de entrevistas veraniegas en las que se respondía a 25 preguntas. Tan idiota género periodístico no sirve para mucho, créanme, pero siempre da que pensar. Una de las preguntas era la siguiente: ¿Cuál es su lema en la vida?. Puedo asegurar, para condolencia colectiva, que no menos de nueve de cada diez eligieron el aforismo más repugnante que vieron los siglos. Vive y deja vivir. Y lo peor es que se quedaban muy a gusto.
¿Alguien puede imaginarse, siquiera por un momento, que un tribuno romano, un monje medieval, un liberal dieciochesco, un ilustrado, un marxista decimonónico, un comunista de la vigésima centuria respondiera de forma tan necia? No, para todos esos personajes, una respuesta tan acuosa supondría abdicar de la humanidad. La humanidad avanza cuando sus miembros tienen una propuesta, un objetivo, un sentido. Siempre es mejor tener un objetivo que la ausencia de ellos: lo primero puede inflamar los ánimos, pero lo segundo lleva a la disolución; lo primero puede producir románticos, lo segundo deprimidos; lo primero puede generar tiranos, lo segundo suicidas. Además, el Vive y deja vivir es el mejor resumen que conozco del egoísmo. El Vive y deja vivir es la antítesis de la familia, de amistad, de la camaradería, de la universidad, de la empresa y, lo que es más grave, de la taberna. Egoísmo en estado puro. Y no olvidemos que el ser human soporta mejor la injuria que el desprecio.
Así que nuestro antiguo paquistaní, aburrido del snobismo occidental, recupera aquel espanto musulmán del que huyera buscando el paraíso londinense. Porque hay algo más duro inhumano que el Islam inmisericorde: el vacío de un Occidente que ha expulsado a Cristo de la vida pública pero que, sobre todo, lo ha expulsado de los corazones.
Occidente se comporta hoy peor que algunos aborígenes de la América precolombina: cambiaban aquellos oro y plata por baratijas, Occidente ha regalado el tesoro de su fe a cambio de nada. Más bien, como en la parábola evangélica, ha escondido su tesoro bajo tierra, no fuera a comprometerle. Y, como al protagonista de la parábola, ya ven para qué nos ha servido. Los hay que con tal de tener el tesoro que otros desperdiciamos, son capaces de apuntarnos al paraíso de la dinamita pasando por el infierno de Kings Cross.
Eulogio López