Stephen Hawking, uno de los pocos científicos vivos que se declaran ateos, ha reabierto un debate que parecía rebasado por la lógica, la razón y la propia ciencia, al afirmar sin rubor alguno que Dios no creó el Universo y que, por lo tanto, el mundo que conocemos surgió de la nada de manera espontánea, sin necesidad de que nadie lo creara.
De esta manera, acaso sin pretenderlo, Hawking se ha convertido en el mayor descubridor de la Historia.
Por supuesto, el hallazgo no ofrece materia alguna de polémica pues nada más natural que un científico que nunca tuvo la menor inquietud espiritual ni se interrogó sobre el sentido de la vida, tan sólo crea en el cientificismo. Corriente, que como denunció Juan Pablo II en su encíclica Fe y Razón, relega a la mera imaginación del hombre tanto el conocimiento religioso como teológico y filosófico.
Por otra parte, es bien sabido que la crítica tanto científica como filosófica ha desacreditado esta corriente de pensamiento aunque resurja de cuando en cuando, como ahora con el descubrimiento de un reconocido ateo al que no debiera importarle mucho si Dios creó o no creó el Universo. Pero el cientificismo tiene esas carencias ya que su objetivo es relegar a meros productos de la emotividad humana la fe y el propio sentido de la vida.
No entiendo por qué algunos se sorprenden de que un ateo convicto y confeso niegue la Creación.
Jesús Domingo Martínez