Esta es la historia de un ejecutivo español invitado a un domicilio alemán. La cocina alemana no es la mejor del mundo, ciertamente, pero como cena no estaba mal. No se sirvió vino, pero sí cerveza, una vulgaridad de alto nivel en un anfitrión, pero se trataba de un prusiano, es decir, un bárbaro, como les definía Chesterton. Pero el resto se dejaba comer.
Y entonces llegó la sorpresa: el anfitrión pasó a sus invitados una factura por el pescado, segundo plato, que era el más costoso de todo. Hablamos un millonario y de un casoplón. Y todos pagaron. El español extraordinariamente sorprendido, pero abonó la cuenta del domicilio convertido en restaurante.
Prusia es el verdugo que se hace pasar por víctima. Los alemanes han sido los grandes beneficiarios de la moneda común y encima pretenden cobrar el pescado. Lo cierto es que Eurolandia se ha hecho a su medida, son ellos los que han salido ganando con la puesta en marcha del euro, pero aseguran que son los perdedores. Y el asunto había empezado antes. La disolución de la Unión Europea comenzó con el Tratado de Maastricht, en 1992, cuando el solidario presupuesto común se paralizó para convertirse en un banco que repartía crédito a mayor o menor tipo de interés. Entonces la codicia alemana se disparó. Su prepotencia no necesitaba dispararse.
Refundar la UE supondría volver a las monedas nacionales y recuperar el presupuesto común y los fondos europeos. Y volver a empezar de nuevo sobre los principios fundacionales, la solidaridad entre ricos y pobres, que emociono a varis generaciones. Pero empezar, no por la moneda ni por los impuestos, sino por las rentas, homologando el salario mínimo interprofesional y los impuestos laborales de los países miembros. Luego, homologando los impuestos y, en tercer lugar, muy en tercer lugar, homologando la moneda y la política monetaria.
E instaurando la Tasa Tobin, por supuesto. Porque la Unión europea va a fenecer a manos de los especuladores financieros en los que se ha apoyado Berlín para imponer sus tesis.