Sr. Director:

Vivimos horas apasionantes de la Iglesia. La de nuestro tiempo es una Iglesia llamada a  redescubrir la frescura del Evangelio, a revivir con la ilusión del primer amor el encuentro con Jesucristo, a mirarse a sí misma como una novia con dos mil años de juventud acumulada, a saberse depositaria de una Verdad que no puede tratar de cambiar, porque es eterna.

Hoy, más que nunca, la Iglesia debe estar convencida de que el mundo necesita, más de lo que cree, el esplendor luminoso y alegre de esa Verdad nítida, imperecedera. ¡Qué triste es, por eso, hallar a veces, que en esa Iglesia, llena de inocente y limpia hermosura, se cuelan lobos rapaces, que pretenden desmontar, porque ellos saben más, todo un edificio de fe tan antigua como perennemente nueva! Es triste sí, aunque no descorazonador. A mí, al menos, me alienta, y de qué manera, ver que la Iglesia sigue, bellísimo el rostro, rota la túnica y sudoroso el cabello, amando a esos hijos que la traicionan desde dentro. ¡Veinte siglos así, Dios santo! Tan fuerte y tan frágil; acosada y repartiendo gozosas esperanzas; hostigada por enemigos más o menos solapados, y asombrosa, genialmente hermoseada por la santidad de tantos hijos fieles, de toda condición...

 

En estos días he podido asistir, en Roma, a uno de los chispazos de ese resplandor inextinguible que brota de la hoguera milenaria que es la Iglesia. Se han ordenado, de una tacada, en una ceremonia que me ha hecho vibrar hasta las lágrimas, cinco decenas de sacerdotes, con increíbles, maravillosas historias de amor a sus espaldas. Y un joven de 84 años ha conmemorado los 60 de su Ordenación sacerdotal. Como aquel día de 1944 en México, la Niña del Tepeyac ha vuelto hoy a sonreír como sólo saben las madres, viendo temblar de gratitud el viejo y sufrido corazón de Marcial Maciel en la Basílica de Santa María la Mayor, al ver sacerdotes de Jesucristo a 60 de sus hijos, y al tomar en sus manos ungidas el documento con que el Papa Juan Pablo II, personalmente, ha dado el último espaldarazo a su Obra.

La aprobación de los Estatutos del Movimiento Regnum Christi viene a confirmarlo definitivamente: la quijotesca inspiración de aquel mexicano veinteañero, era de Dios. Con un puñado de mocosos (sólo seminaristillas menores), se puso a soñar en una grandiosa Legión que le conquistase a Cristo mundos de almas. Aquel sueño es hoy una jubilosa realidad. Más de tres mil (seiscientos, ya sacerdotes, en imparable progresión ascendente), los Legionarios de Cristo son en la Iglesia una esperanza y un presente, una fuerza viva cada vez más estimulante, cuando acecha la tentación del desánimo..., porque la herida de un cisma, latente pero sangrante, a veces grita como aquel desnortado y perplejo Cardenal del posconcili Dove va la Chiesa?

Pero la Iglesia, Esposa indefectiblemente fiel del Crucificado, sabe dónde va. Va tras las huellas del pobre y despreciado Rabbí de Galilea. La Iglesia va, al mismo tiempo y por el mismo camino, a la cruz y a la gloria. Al Calvario del patíbulo y el sepulcro vacío. La Iglesia va al encuentro de la calumnia, del vilipendio y la hostilidad, para adelantarse siempre con el gesto del perdón y la misericordia.

Es el camino de los Legionarios de Cristo. Como la Iglesia, su apasionado amor, caminan, al decir de Agustín, entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de Dios. Por eso me fío de ellos. Porque llevan en su frente - despejada, limpia, radiosa con el vigor del doncel enamorado - el sello del Evangeli ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros..! Si a Mí me han perseguido, también a vosotros... El Papa, tantas veces vigía de alegres mañanas, se ha dado cuenta, hace muchos años, de que aquí hay madera. Por eso quiere entrañablemente a Marcial Maciel, blanco de incomprensibles incomprensiones durante largos, dolientes años que él llama de la gran bendición. En medio de tanto..., nada ni nadie pudo lograr que él se apartara de la Roca. Jesucristo, muy de atrás, le había puesto en el corazón de su Vicario. Y ahora, Pedro ha querido decirle: Adelante.

Estas son las esperanzas de la Iglesia. Cuando la vida religiosa padece un cáncer tan grave que parecía incurable, el organismo se regenera. Congregaciones beneméritas se mueren, se resquebrajan férreas fidelidades, laboreos incansables se detienen. Miraron en direcciones equivocadas. Agostados de vocaciones, siguen, sin embargo, empecinados en posturas absurdas que creyeron descubrir hace cuarenta años y que les han llevado a la autodemolición. Pero es el Espíritu Santo quien conduce la Iglesia, y no los afectados por el prurito de estériles novelerías. Y, cuando unos ejércitos desertan o se pasan al enemigo, Él suscita otros que continúan la conquista sin temer el fragor de la batalla.

Jóvenes entregados a la entusiasta extensión del Reino, con una admirable formación humana, intelectual, espiritual. Porte exquisitamente viril, de religiosos a la moderna, sin la afectación del gesto torcido. Junto a la firmeza indoblegable, la bienoliente naturalidad de la humildad.  Caridad siempre, sellando sus labios en mil ocasiones la sonrisa del silencio, sin caer en complejos victimistas. Mucha oración. Mucha penitencia. Mucho trabajo. Alegría a raudales, y siembra incansable de paz. Estos son los Legionarios de Cristo. Contagian. Por eso, en su derredor, han hecho surgir familias ejemplares, cuajadas de hijos y florecidas de espléndidas vocaciones. Y laicos consagrados, apóstoles de bandera, a tiempo pleno. Son la gente del Regnum Christi. El Papa ha querido dejar claro, saltándose los cauces acostumbrados, que está con ellos.

Los perros al fin, ¿qué otra cosa saben hacer? enronquecen con los ladridos diabólicos de la calumnia. Tanto mejor. Me recuerda lo de Don Quijote: Ladran, Sancho; luego cabalgamos.

Alberto José González

ajgchaves@hotmail.com