El Festival de Venecia ha mostrado la fuerza vivificante de la industria cultural moderna. El gran premiado ha sido el director inglés Mike Leigh, con su maravillosa historia de Vera Drake. No hace falta que paguen por verla, ya se lo contamos aquí: Buena esposa y mejor madre, llevada por su amor a la humanidad y por su radical filantropía, se dedica a hacer abortos a pobres embarazadas desesperadas por su situación. Pero, ojo, esa es la historia, no la moraleja. La moraleja es la puta buena. No hablamos de una cabaretera, ni de una jueza rigurosa, ni de una ministra de la cuota. No, hablamos de una esposa y madre, sí, pero también mujer, capaz de comprender la dureza de la vida humana y echar una mano a la mujer desamparada y dos, probablemente al cuello, a la criatura que lleva en su vientre. O sea, la puta buena, porque todas las coimas en las películas, por si lo habían olvidado, son buenísimas, de la misma forma, que todas las amas de casa cinematográficas sienten la necesidad de ayudar al prójimo practicando abortos.
La segunda obra premiada no defiende el aborto, sino la eutanasia, que es muy distinto, donde vas a parar, aunque lo cierto es que los holandeses parecen empeñarse en unificar fenómenos y han decidido inventar la eutanasia infantil.
Es decir, que el Festival de Venecia debería titularse "Muerte en Venecia". Ya sabemos dónde está el capitalismo cultural o la industria cultural, como decían los viejos marxistas (ante tanta tontuna progre, a los rojos se les echa mucho de menos). El capitalismo cultural siempre ha estado donde estaba: en el lujo, en el imperialismo demográfico, en el imperio de la muerte. El capitalismo siempre ha sido puritano: Le gusta la humanidad en discretos grupos de a dos, no más. El Festival de Venecia no es otra cosa que el capitalismo progre, es decir, lo sintético, lo simétrico, lo aséptico, lo higiénico, lo muerto.
Eulogio López