(Juan 1, 35-51)

César Urbistondo llegó a la Presidencia del primer banco español por pura carambola. La bronca eterna entre las dos familias con más acciones en la entidad había llevado a un desconocido hasta la jefatura del Consejo de Administración del Banco Universal. A sus 40 años, César no había trabajado nunca en el negocio. Sencillamente, heredó un paquete de acciones y gracias a él había permanecido en el Consejo por más de 15 años. El Consejo de un banco no es mala escuela bancaria pero no forja especialistas en banca sino en vigilar el comportamiento de los bancarios.

La bronca entre los dos clanes dominantes, los Garaicoechea y los Andueza, surgió a la muerte del viejo presidente. Cuyas canas eran respetadas por todos los vocales con la misma intensidad que habían esperado el finiquito de "la vieja momia". Las dos familias convivían en situación de empate técnico, así que, ante la falta de acuerdo, decidieron nombra a un títere, de apellido Urbistondo, como presidente del primer conglomerado financiero de España. Es lo que suele hacer la aristocracia pagana, tan amante del poder como de la discreción interesada, tan orgullosa como modesta: que otro de la cara pero que ese otro me obedezca con fidelidad perruna. Y 'el otro'. Era César Urbistondo. Se le nombró bajo el principio primero de la nobleza más ensoberbecida: "Rey absoluto será si hace nuestra voluntad". Y César era muy consciente de ello.

Ahora bien, la soberbia de los hombres es tan torpe que no cae en la cuenta de que son los cargos lo que hacen la función. Escomo cundo un novelista crea un personaje: si no se anda con cuidado, el creado adquiere vida propia, porque toda forma racional, algo que los espíritus no olvidamos nunca, tiende hacia la libertad.

Los Garaicoechea y los García Andueza, dieron pro cierto, además, que Urbistondo sería un presidente transitorio. ¡Qué error, qué inmenso error! El poder se asienta y multiplica con la permanencia en el tiempo elevado a presidente, la impericia se convierte en reconocimiento. No sé si, como decís los hombres, la experiencia es la madre de la ciencia, que no de la virtud, pero lo cierto es que la continuidad en la cargo engendra prestigio, por lo general inmerecido, y el tiempo trasforma el poder en poder absoluto.

Las dos familias se dieron cuenta de que algo funcionaba mal cuando el ascendido presidente emitió un comunicado de prensa con los primeros nombramientos de su equipo ejecutivo. En ella jubilaba a la primera línea de directivos, que conocían bien el código de conducta: sus prebendas dependían de la fidelidad a las dos grandes familias y elevó al primer nivel a la segunda y hasta tercera línea de mando: jóvenes apenas conocidos por los consejeros, quienes se vieron obligados a ratificar un hecho consumado ante los medios informativos y ante las autoridades supervisoras, quienes, como es sabido, supervisan más bien poco.

El escándalo fue mayúsculo. Las familias destronadas comenzaron a sospechar que Urbistondo había faltado al código: había tejido alianzas secretas a sus espaldas durante sus años de consejero silente. Y así era, en verdad. No lo dudes: toda calumnia es cierta. Con aquella segunda línea las dos familias no trataban pero César sí. Y les conocía muy bien.

Además, los Garaicoechea y los García Andueza no podían comprender que Urbistondo tenía un arma secreta: se había convertido en un peligroso providencialista… a costa de leer el Evangelio. Un providencialista es aquel que no confía en sí mismo peor confía en Dios. Esos hombres son extraordinariamente peligrosos.

Heredó la costumbre de la lectura diría del texto bíblico de su madre, muerta cuando él era un adolescente. Aquella mujer le leía algún pasaje de la vida de Cristo como otras madres leen un cuento a sus pequeños para que se duerman. César Urbistondo, futuro banquero aprendió aquellas historias y se introdujo en ellas. De esta forma, aquellos relatos acabaron por construir su vida y conformaron sus decisiones, También ahora, cuando debía presidir el primer banco del país y, por tanto, formar un equipo capaz y leal, capaz de sacer adelante aquel banco gigantesco y leal al nuevo presidente, no a los dos clanes familiares enfrentados.

Don César, porque ya era don César, no necesitaba consultar Google para encontrar, y para vivir, una escena evangélica: se las sabía de memoria. Y en aquel trance de su vida, decidió que lo prudente era revivir la historia en la que Cristo elige a los primeros discípulos:

-Rabbí, ¿dónde vives?

-Venid y veréis.

Fueron y permanecieron aquel día con él. Eran Andrés y Juan.

Luego, éstos buscaron a otros: "Andrés, el hermano de Simón Pedro era uno de los que habían oído a Juan y siguieron a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón…".

El presidente Urbistondo eligió como consejero delegado a un joven de 30 años, llamado Julián Sotero, lo que supuso elevarle dos niveles en la escala de mando y situarle por encima de los que hasta ahora habían sido sus superiores, quienes fueron llamados al retiro. Sotero era un tipo honrado y, aún más relevante, entusiasta, tan amante de hacer currículum como cualquiera pero de los que creen en lo que hacen. No especialmente brillante pero dotado de la virtud que predicaban los viejos códigos de comercio: administrar el dinero ajeno como administra su patrimonio "un padre de familia prudente". Vamos, que era un revolucionario de lo cotidiano: "Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo) –dijo Andrés a su hermano Pedro- y lo llevó hasta el maestro":

-Tú eres Simón, hijo de Juan, tú te llamarás Pedro (que significa Piedra).

Estaba claro. Si un pescador había sido elegido primer Papa de la Iglesia un segundón plebeyo bien podía convertirse en el nuevo CEO del Banco Universal. Y Urbistondo no eligió a nadie más: dejo que su segundo lo hiciera. El poder, como el amor, o se da entero o no se da.

Luego encontró a Felipe, quien le llevó a Natanael. Esta era una de las escenas favoritas del presidente Urbistondo:

-¿De Nazaret puede salir algo bueno?

(…)

-He aquí un israelita, en quien no hay dolo.

Cuanto Sotero le presentó a sus tres lugartenientes, banca al por menor, al por mayor e Iberoamérica, tres jóvenes casi imberbes, tuvo la sinceridad de no venderle su experiencia en los mercados financieros sino su disposición a trabajar por un sueldo razonable y su con el objetivo de prestar un servicio al cliente y no sólo al accionista. Los tres estaban cortados por ese mismo patrón: les preocupaba más cumplir con los millones de clientes que con miles de accionistas. Y, entre éstos, preferían cumplir con los cientos de pequeños accionistas que con la media docena de accionistas consejeros. La pericia técnica se les daba por sobreentendida, como la santidad a Simón Pedro –al menos la futura-, o la sinceridad a Natanael. A fin de cuentas, el negocio financiero consiste en una simplona sofisticación y, como dijo un banquero español: "Este negocio no soporta gente brillante". A lo mejor quiso decir pedante, que de eso abundan mucho en el mundo financiero, pero eso no importa. Lo que importa es que la medida de un buen banquero, según el manual Urbistondo surge de la conjugación de tres virtudes evangélicas: las propias de Pedro, Natanael y Juan. La preocupación por la verdad propia de Pedro, la nobleza de Natanael y la preocupación por el bien común del joven Juan.

Y así, cuando César Urbistondo presentó su equipo directivo al Consejo ardió Troya. Con ese olfato para la autoestima tan característico de la aristocracia, las dos familias, los Garaicoechea y los García Andueza lo consideraron una ofensa. Aquel presidente quería presidir. No podían cesar a quien habían nombrado tan sólo quince días atrás y que, encima, poseía el arma secreta del Evangelio. Es decir, el sentido común.

¿En qué consiste la banca? En administrar honradamente el dinero de los clientes, el dinero de los demás. Administrarlo, no utilizarlo.

¿Y en qué consiste el mando? En dirigir personas y en elegir a los tuyos según sus virtudes, porque el conocimiento sin virtud está condenado a la esclavitud. Sin moral, sólo hay ganadores y perdedores.

Cuando los ánimos se calmaron, la mente del nuevo presidente volvió a la imagen que visualizaba cuando leía el capítulo I de San Juan: martillos de goma. Cristo había elegido instrumentos flojos, martillos de goma, para forjar su Iglesia. Había elegido buenas personas y, en segundo lugar, se había preocupado de que fueran buenos profesionales. Pero en segundo lugar, a fin de cuentas, el de banquero es eso: una muy simplona sofisticación. Y como los primeros apóstoles, cumplieron su cometido.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com