Decía Calvino, ese personaje al que tanto aman los liberales progresistas, que una vez que el hombre ha nacido, es demasiado tarde para condenarlo o salvarlo. De ahí el ideal capitalista, que viene a reconocer, por encima de románticos llamamientos a favor del miserable, que si es pobre, por algo será. El padre del capitalismo terminó por no creer en un juicio después de la muerte, sino antes del nacimiento. Es decir, la filosofía del capitalismo.

Vivimos tiempos de ecologismo. Filosóficamente, muchos han cambiado a Dios Padre por la madre tierra, criatura viva que es una madrastra de lo más pelma. De ella puede decirse aquello de Clive Lewis: Es una mujer desinteresada que vive para los demás. Siempre puedes distinguir a los demás por su expresión de acosados.

Ahora bien, si a un dios pendiente de la palabra del hombre se le cambia por una madrastra que expele exigencias, si trocamos el Dios que da la vida y la libertad gratis total por una Madre Tierra (Gea) que exige un montón de condiciones para conceder la supervivencia, si, en definitiva, hemos cambiado el cristianismo por elle panteísmo y a la doctrina cristiana por la new age y Juan Pablo II por Tom Cruise y la cienciología lo lógico es que el ecologismo sea la dictadura política y la doctrina social emergente imperante.

Suponemos que el ecologismo es propio de la izquierda. Es más, suele gobernar o aliarse con partidos de raíz marxista, sean socialistas o comunistas. Pero lo cierto es que ha caído en las trampas del capitalismo, del peor de los capitalismos, del capitalismo financiero, es decir, de la especulación. El sistema financiero y el conservadurismo político (lo que ahora ha dado en llamarse neoliberalismo) ha conseguido que incluso la palabra especulación quede relegada al diccionario histórico marxista, con ese tufo rancio y mohoso. Pero lo cierto es que lo que caracteriza al mundo moderno, lo peor de la sociedad capitalista, lo más grave, lo que puede llevar a un colapso mundial, es, precisamente, la especulación.

Si se piensa bien es lógico que ecologismo y especulación se den la mano. No podía ser de otra forma. El panteísmo ecologista es una religión tristísima, donde la humanidad (y lo que es peor, el hombre) vive constantemente dentro de unos límites. Los antiguos afirmaban que todo lo que gustaba era pecado, pero ahora puede decir, en tono modernista, que todo lo que les gusta produce colesterol. Ahora, los ecologistas dan un paso más: todo lo que es agradable daña la capa de ozono. La humanidad no puede crecer, los hijos son un atentado contra la supervivencia del planeta (ya no se habla de personas, ni tan siquiera de humanidad, sino del planeta, al parecer, organismo vivo que exige delicadísimos cuidados a sus enfermeras, a los seres humanos). Todo aquello que produce alegría es un dispendio que el planeta no puede soportar. El cuerpo ya no es un instrumento del que gozar y con el que conseguir metas tanto materiales como espirituales, sino un delicado organismo al servicio de Gea, que debe vivir el mayor tiempo posible, aunque sólo malviva.

Y esa austeridad que hace insufrible la vida, es compatible, casi complementaria, con la figura del avaro, que atesora para un porvenir que será tan aburrido como su presente. O como diría un castiz el progresista actual está empeñado en ser el más rico del cementerio.

Austeridad y especulación. La especulación ecologista se llama Protocolo de Kioto. Hay que evitar los gases efecto invernadero, es decir, aquellos que expelen actividades tan estupendas como la de dotar de energía al mundo, paso previo, no posterior, a la solución del problema del hambre. Se emiten gases porque se progresa, porque mejora la existencia de los más desfavorecidos.

Es igual. Hemos decidido que contaminamos demasiado, aunque sea una contaminación para mitigar el hambre, y a nadie se le ocurre multiplicar la emisión de gases buenos, que contrarresten a las estupendas fábricas que contaminan para mejorar la existencia humana. Es más, atentamos contra las factorías más útiles a pobres y ricos, por ejemplo las que generan energía, y no a las más suprimibles (por ejemplo, el coche privado). En cualquier caso, la economía ecológica es como la de los nuevos gestores de empresa en crisis: siempre piensan en la automutilación. Nunca se prestan a aumentar ingresos, sino a reducir gastos, a despedir trabajadores (el imperialismo demográfico se rige por la misma norma: si hay hambre en el mundo, no debemos aumentar los alimentos, sino reducir el número de comensales).

Y decidido el axioma, llega la especulación. Como es imposible reducir la emisión de gases sin volver a la caverna, los ecologistas han decidido no sólo reducir la emisión de gases de efecto invernadero, sino aprovechar la necesidad que tienen algunos países laboriosos, deseosos de mejorar su condición de vida, es decir, deseosos de crecer económicamente, para vender derechos de emisión. Y encima esto se presenta como un ejercicio de solidaridad económica. Se nos dice: Tanzania apenas contamina. Un incis esto no significa que en Tanzania no haya contaminación. Hay más contaminación que en cualquier otro siti hay polución atmosférica en sus míseras ciudades de residuos y chozas de lata. Pero la polución mata al ser humano (ser humano tanzano, es decir, poco importante), mientras el efecto invernadero perjudica a la Madre Tierra. Para el ecologista, el ser humano no importa, lo que importa es el planeta. Por tanto, la polución, verdadero agente mortal, trasmisor de todo tipo de enfermedades, le importa bien poco. Madrileños, parisinos, londinenses y neoyorquinos del mundo rico pueden vivir tranquilos: en nuestras grandes ciudades hay contaminación, pero no polución; hay mucho coche, pero más salubridad.

Sigamos. Decíamos que el ecologismo muestra Kioto como un acto de solidaridad. Por ejemplo, nuestra Tanzania podrá vender derechos de emisión a otros países que hayan sobrepasado los límites Kioto, por ejemplo a España. Es decir, que en lugar de maquinizar y modernizar Tanzania, lo que hacemos es pagarle una limosna para que podamos seguir contaminando, dado que nos hemos automutilado. Todo muy solidario.

En definitiva, gracias a Kioto ha nacido el mercado financiero de la contaminación planetaria, un mercado con un gran potencial de crecimiento. Se trafica con los derechos de emisión como se trafica con los derivados del café o la soja. Y así, llegamos a la noticia del jueves 30: Los ecologistas del mundo han dado brincos de alegría porque Rusia ha firmado el Protocolo de Kioto. ¡Pero qué grande eres, Vladimir! ¿Será que el bueno de Putin se ha vuelto sensible a las reclamaciones ecologistas? No exactamente. Lo que ocurre es que Rusia es muy grande. Buena parte de su población vive en la desesperada miseria siberiana (es decir, que contamina poc se mueren de hambre y de miseria, pero con un gran respeto por la Madre Tierra, oiga), por lo que Putin ha descubierto que Kioto es un negocio redondo. Especulativo, pero redond se trata de vender derechos de misiones al pérfido mundo rico. Para ser exactos, se calcula que el Gobierno ruso podrá embolsarse, gracias a ese nuevo y maravilloso mercado de intangibles, más de 8.000 millones de euros. Además, esas cifras están llamadas a subir. Esto recuerda la primera gran especulación financiera de la historia moderna: la de los bulbos de tulipanes en Holanda. Los compradores no habían visto nunca un bulbo de tulipán ni falta que les hacía. Sólo sabían que su precio no dejaba de subir hasta que se estrelló, claro, porque la especulación es una película, cuya exposición es peligrosa, su nudo favorece a unos pocos y su desenlace es trágico para la mayoría.

Y así, gracias al ecologismo especulador, hete aquí al déspota de Putin convertido en héroe ecologista. Como el millonario calvinista de Wall Street, con el riñón forrado para poder fabricar, por ejemplo, más armas. Cualquier día le condecoran con la Gran Cruz de Kioto al mérito ecológico. Y la humanidad aquí, automutilada, adorando al ídolo tierra, y con una cara de tonta que no se la quita ni la ONU, otro organismo, por lo demás, muy ecologista.

Eulogio López