De vez en vez, El País recuerda que comenzó siendo -¡Qué tiempos aquéllos!- un diario de izquierdas preocupado por asuntos tan arcaicos como la justicia social. Enseguida se hizo progresista, y entonces la cuestión social pasó a importarles un pimiento, porque los pobres y menesterosos ya no constituían un elemento de la modernidad. Es más, se impuso la filosofía calvinista, según la cual si los pobres no tienen qué comer, algo malo habrán hecho, y si los ricos nadan en la abundancia no es por otra cosa que por sus méritos. La filosofía calvinista y la filosofía –es un decir- feminista, según la cual, lo mejor para terminar con la pobreza es terminar con los pobres, por el sutil procedimiento del viejo chiste: matarlos de pequeños, en concreto antes de nacer, que luego crecen y no hacen más que pedir.
Pues bien, días atrás El País nos sorprendía con una estupenda crónica de su corresponsal neoyorquino, quien, con cifras del Fondo Monetario internacional (FMI) venía a demostrar que la era de la globalización se caracteriza por una pérdida constante del peso de los salarios en la riqueza total, mientras aumentan el resto de rentas, no sólo las empresariales –que la mayoría de los casos se confunden con las salariales- sino las rentas de capital, es decir, de los rentistas. Al final, nos encontramos con la radiografía de la economía española: las rentas salariales crecen al 3%, las empresariales al 20% (entendiendo por rentas empresariales el beneficio) mientras que la rentabilidad bursátil superó –en 2006- el 30%.
La baja presencia de los salarios en el aumento de riqueza global es debida a la deslocalización, que es esa razón por la que las atentas señoritas de información de las telefónicas se dirigen a nosotros con un acento marroquí o ecuatoriano terriblemente sospechoso. Sencillamente, en Marruecos o en la Argentina salen más baratos los ‘call center' porque marroquíes y ecuatorianos cobran menos que los trabajadores españoles.
Pero no sólo es la deslocalización, sino también la inmigración, un fenómeno que sólo tiene consecuencias económicas positivas con la excepción que ustedes se imaginan: en efecto, al haber mano de obra disponible, todos los empresarios sin escrúpulos acuden a los inmigrantes. Especialmente en España, donde las cuotas sociales empresariales son onerosas hasta el absurdo.
Con todo, el factor más importante es que estamos creando una sociedad hiperfinanciera. Nadie quiere ser emprendedor, sino rentista. Nadie quiere montar una empresa sino especular en bolsa. Conste que el sistema sólo funciona en época de vacas gordas –como la actual- porque periódicamente la bolsa se desploma, pero lo cierto es que vivimos sobre un océano de liquidez, que es el único combustible que necesitan los mercados para seguir subiendo.
Conclusión: las ganancias de productividad se están consiguiendo a costa de los salarios. Así, la economía crece, de acuerdo, pero no para todos y, sobre todo, a qué coste. Por tanto, la globalización sólo puede aceptarse con una globalización del salario mínimo que evite que las empresa compitan buscando salarios de miseria en zonas remotas del planeta, y que los economistas aplaudan esa situación bajo el argumento de que, de esta forma el indio, el chino o el brasileño no se mueren de hambre. No es posible liberalizar el comercio mundial, como defienden las tesis liberales, si antes no se han planteado unas mínimas condiciones de igualdad. Es decir, lo más urgente no es la globalización del comercio, sino la globalización del salario, al menos del salario mínimo. De hecho, resulta sospechoso que la liberalización de los movimientos de capitales marche viento en popa, la de bienes camine razonablemente bien, algo peor la de servicios… y la liberalización del movimiento de trabajadores no encuentre otra cosa que trabas permanentes y explotación del inmigrante.
Eulogio López