El médico Bertold Wiesner fue un avanzado científico que creó una clínica de fertilidad en Londres, allá por los años cuarenta del pasado siglo.

En plata: fecundación asistida, FIV: ínflese de hormonas a una señora, tal que si fuera una vaca, para que produzcan más óvulos de los necesarios, procédase a pagar a un señor -no necesariamente su pareja- para que se masturbe. Agárrese el producto de ambos, introdúzcase en un tubito, se agita convenientemente y el resultado, un embrión humano, es decir, una persona con código genético propio de ser humano, se introduce dentro de la señora, por los mismos bajos. Se pueden introducir uno o muchos, generalmente son muchos. De este modo, luego se puede efectuar abortos selectivos, es decir, cargarse gente y quedarse con el embrión más lozano.

En paralelo, otros embriones se llevan al frigorífico para conservarlos, mismamente como se hace con vacas y yeguas. Si se va la luz es posible que se mueran pero son los riesgos de la investigación científica, muchachos. Vamos, la FIV.

Pero claro, quien juega con la vida humana no suele ser un espejo de probidad y honradez, así que el doctor Wiesner prometía a sus pacientes esperma de hombres inteligentes de clase media, pero quiso ahorrarse unas libras y decidió que el esperma fuera el suyo, que a fin de cuentas, era un tipo inteligente y de clase media alta, gracias a su clínica. Total, que el buen doctor tiene ahora 600 hijos, huérfanos biológicos que ahora ya sabe quien es papá, lo que sin duda, les habrá hecho mucha ilusión.

¿Se dan cuenta de por qué debemos cargarnos la FIV y dejar de jugar con las personas como si fueran cosas?

Eulogio López

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