¿Necesita vacaciones un cura? Ya descansaré en el Cielo, decía Juan Pablo II, cuando le urgían a abrir huecos en su apretada agenda. De hecho, sus vacaciones no consistían en rebajar esa agenda sino en cambiar de tarea apostólica.

Días atrás, una carta nos refería las dificultades de los fieles en verano para acudir a misa, especialmente en algunas poblaciones. Lo mismo puede decirse del horario de aperturas de las iglesias cada vez más reducidos. He hablado con muchos párrocos, y la principal razón aducida es la seguridad. La Cristofobia reinante ha hecho que las iglesias sean objeto preferido de gamberros, homosexuales (que se lo cuenten a los templos madrileños ubicados en el barrio de Chueca- y demás odiadores de todo lo que huela a cristiano. No es ningún secreto que, en Madrid, y en otras ciudades españolas, se están multiplicando los robos sacrilegios, profanaciones, ataques y gamberradas diversas contra templos. Es más, cuando la policía recibe una llamada sobre profanaciones en iglesias tarda tiempo en acudir. Ni por un momento afirmo que el señor ministro Rasputin Rubalcaba -si te das la vuelta, te la clava- o el alcalde gay-ardón, hayan proclamado consigna en este sentido, sólo lo he pensado. Pero se me antoja que dichas consignas no son necesarias dichas consignas: la gran creación de la sociedad de la información es el consenso, y cuando se logra un consenso, en este caso un consenso de desprecio a lo cristiano, no hace falta consigna alguna: la libertad individual de cada cual hace honor a sus prejuicios. Con todo, es un hecho: las denuncias sobre profanaciones no tienen mucho éxito en las comisarías. A fin de cuentas, se trata de atentados contrayentes que tienen orden de poner la otra mejilla.

Volvamos al lado de acá. En efecto, hay un problema de seguridad, y no son pocas las iglesias que, como tuve ocasión de comprobar en Buenos Aires, se ven obligadas a contratar empleados de seguridad.

Ahora bien, la persecución de hecho que se vive contra la Iglesia no se arregla con matones, sino, como siempre en la iglesia, con más confianza en Dios. En definitiva, por inseguridad no hay que cerrar las iglesias, hay que abrirlas, 24 horas al día, 365 días al año.

Me encuentro con un franciscano madrileño, cuya parroquia ha suprimido todas las eucaristías del domingo menos una. Considerando que la congregación supera la docena y que el Obispado, desde los tiempos del cardenal Tarancón, les encargó dos parroquias en la zona, le comento que la producción de misas está por los suelos. Reconozco que me sorprendió su respuesta:

-Estoy totalmente de acuerdo con usted. Dicen -supongo que los jóvenes leones de la congregación- que como la gente no va a misa hay que reducir el número de misas. Yo diría que es al revés: si hay más misas a lo mejor acude más gente.

Aquí operan dos vectores. El primero la comprensible actitud defensiva de unos sacerdotes a los que el mencionado consenso social vapulea a la menor oportunidad, que viven a la defensiva.

La segunda es la sensación, me temo bastante habitual, de que la misa es una especie de encuentro, y como todo encuentro o actividad cultural o de espectáculo, el éxito de convocatoria constituye elemento esencial.

Pero la misma no es un espectáculo, ni tan siquiera una asamblea: la misa es un sacrificio, el memorial incruento de la Cruz, y tan importante es una Eucaristía celebrada por un sacerdote en un altar, sin monaguillo que le acompañe, en la más completa soledad, que una misa multitudinaria. Porque el protagonista no está ni delante ni detrás, sino sobre el altar.

Por eso y porque el futuro del mundo depende del número de eucaristías que se celebren, no del cómo se celebren. Respecto al "cómo", conviene recordar las geniales palabras de ese periodista llamado Benedicto XVI: "La liturgia no es innovación, es repetición solemne". Si los curas fueran conscientes de que, en su empeño por hacer más atrayente el sacrificio a una feligresía presuntamente incrédula, incurren en unas faltas de respeto al protagonista que escandalizan a esa feligresía, o peor, que le demuestran la escasa fe del oficiante, reaccionarían con rapidez.

Por tanto, es evidente que en tiempos de persecución como los que vivimos, la tendencia ha de ser justo la contraria de la actual: iglesias abiertas 2 horas y eucaristías constantes, agotando el cupo permitido a cada sacerdote.

Sí, ya se que esa doble estrategia -apertura de iglesias y adoración del Santísimo y cuantas más eucaristías mejor- debe completarse con un tercer punto: más sacramento de la penitencia, que los confesionarios están criando telarañas. Aquí el pavor de los sacerdotes alcanza cotas históricas. A muchos clérigos el confesionario les produce pavor, por lo que estamos viviendo una curiosa era en la que la gente comulga más que antes y confiesa mucho menos. Sinceramente, prefiero no sacar conclusiones precipitadas de la ecuación.

En cualquier caso, la mejor defensa es un buen ataque. El ataque cristiano tiene que ser ése: iglesias abiertas, más eucaristías, más confesiones. Todos lo demás, vendrá por añadidura. Los curas deben dar un paso al frente. Menos hablar y más escuchar y consagrar. Porque ellos sólo son instrumentos.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com