El Mayo francés de 1968 fue la expresión, más pintoresca que violenta, de un descontento social producto de la falta de problemas. Los jóvenes querían cambiar el mundo más que nada porque se aburrían de una sociedad que comenzaba a llamarse del Bienestar. Casi podría decirse que la ausencia de problemas primarios qué comer, dónde dormir- les llevó a un idealismo propio del chigre universitario. Declararon prohibido prohibir y acabaron 30 años después, elaborando, desde los boletines oficiales del Estado, todas las prohibiciones del universo, incluida la prohibición de fumar. Intelectualmente, del Mayo francés puede recordarse el viejo refrán: cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas.
En definitiva, en la Sorbona se consagró el progresismo actual. Los jóvenes franceses y americanos dejaron de protestar contra el sistema cuando se hicieron con el control del Sistema. Así, pasaron de las barricadas a los ministerios, a los bancos y a las agencias de publicidad. Los más optaron por la izquierda, más que nada porque el puesto de funcionario es fijo. El prototipo es Danny el Rojo, convertido hoy en un probo eurodiputado con salarios, dietas de viaje, chófer y pensión vitalicia.
Ahora bien, los progres del 68 tenían mucha cara pero al menos, quizás no todos, se creían lo que decían. Querían cambiar el mundo. Sin embargo, los que queman automóviles en Francia no quieren cambiar el mundo : más bien se diría que lo que quieren es destruirlo. No proponen nada: sólo queman coches, quizá con el noble propósito de renovar el parque automovilístico francés. Los progres escribían artículos en Le Monde y organizaban asambleas universitarias: los actuales simplemente queman la propiedad ajena. A fin de cuentas, destruir no deja de ser divertido, es la oportunidad de sentirse poderoso.
Pero a muchos les convence ese curioso tópico de que la pobreza conduce a la violencia. Y ojo, si los rebeldes del 68 comenzaban la etapa del bienestar, los de 2005 llegan a las barricadas durante la consolidación de esa etapa -nadie se muere de hambre en la Francia o en la España, o en la Alemania- de hoy. Hemos elevado el umbral de pobreza desde el tengo derecho a tener cubiertas mis necesidades primarias al quiero ser como tú, todos tenemos que ser iguales y poseer el nivel de vida que vemos en la tele.
Y ojo, que cuando Francia estornuda se constipa toda Europa, o al menos eso dice la historia. Habrá que ver quiénes son los detenidos para saber cuál es le origen de la violencia. Nadie se cree que sea la muerte de dos inmigrantes perseguidos por la policía. E incuso es dudoso que sea cierto que los medios de información nos hemos apresurado a exclamar: inmigrantes. Seamos sinceros: sólo la inmigración islámica odia a Occidente tanto como para desear que arda como una tea: ni la emigración china, ni la india, ni la africana, ni la hispana, se emplearían con esa violencia. Además, en 2005, quien más odia a Occidente son los occidentales, y el principal enemigo de Occidente es haber perdido el sentido de la trascendencia, o como dirían nuestros padres, haber perdido el temor de Dios. Porque lo de quemar automóviles y poner en peligro las vidas ajenas no es propio del pobre, sino del que tiene muy mala leche, del que ha perdido toda referencia moral y cree -esto sí que lo cree- que todo vale y que no tiene que estar sometido a autoridad o norma alguna. Pero eso no es una revolución social -ojalá lo fuera, las revoluciones pueden ser justas- sino puro gamberrismo, fenómeno al que en el siglo XXI es fruto del nihilismo.
En cualquier caso, por el momento, lo de Francia no es miseria, sino autodestrucción. Lo que piden los revoltosos, según las crónicas es sexo y rap, algo mucho más prosaico que la justicia social y la marginación de los inmigrantes. Es lo lógico que pide un joven al que se le ha alimentado con la pornografía de los medios informativos franceses, con contratos temporales y fomentando unos deseos imposibles: para la generación que esta quemando automóviles en París, el sentido de la vida consiste en ser rico, hasta el punto de que todo el mundo está convencido de que los pobres son pobres porque son tontos. Es lo mismo que dijera un diputado liberal en la década de 1840, la era moderada, la del progreso material: La pobreza es un signo de estupidez. Y nadie se movió del escaño. Hoy hemos lanzado a los jóvenes el siguiente mensaje, pelín materialista: no hay Dios, no hay verdades absolutas, no hay normas morales objetivas. Entonces, ¿por qué mi vecino tiene buen sueldo, buen piso, buen coche y vacaciones en el caribe y yo no? Pues voy a quemarle el coche, el piso y la guardería de sus hijos. Otro de los mensajes extraídos de los Chat que los nuevos revolucionarios franceses llenan en Internet- es el siguiente: Vamos a follarnos (lo siento, pero lo dicen así) a vuestras mujeres, se supone que lo harán con los condones que les regalan los ayuntamientos. Y aquí radica la diferencia: los progres del Mayo francés tenían un proyecto, pero llevaban el germen de la autodestrucción. Sus hijos han decidido prescindir de la teoría tan absurda como el relativismo- y quedarse con la práctica: lo quiero todo.
Dicho de otra forma, el problema francés no es la emigración, sino el abandono de Dios. Tan sencillo como eso. El problema no tiene solución política, salvo el empleo de la fuerza. La solución es que la gente se convierta, primero a la verdad, luego a Dios. Y ese camino comienza en el reconocimiento de culpa, lo que nuestros mayores, llamaban sentido del pecado. Porque si no hay culpa, ¿por qué cambiar? Si no hay principios morales, ¿por qué tengo que respetar a la mujer del prójimo? Los del 68 negaron cualquier código de conducta, y negaron el origen divino de la norma moral objetiva. Pues muy bien, han dicho sus hijos y nietos (más bien hijos, porque los progres tienen pocos hijos y muy tardíos): pues muchas gracias. Si no existe norma moral alguna, yo haré lo que me venga en gana.
La falta de sentido del pecado conduce al materialismo. Como al final no hay forma de saciar la ambición personal, llega la desesperación. Y la única manera de evitar la desesperanza es la confianza en la Divina Misericordia. Y la verdad es que no queda mucho tiempo para cambiar, porque la situación se hace insostenible. Y el cambio, la conversión, no puede lograrse con las propias esfuerzas: exige el recurso al perdón de Dios, que no en vano la devoción al Divina Misericordia, el abandono filial en la manos del Creador, se convirtió de la mano de Juan Pablo II, en la devoción del siglo XXI: la religiosa Faustina Kowalska fue la primera santa canonizada en el siglo XXI. El polaco ya sabia lo que se hacía, ya. Cinco años después Karol Wojtyla se iba al Cielo en la Festividad de la Divina Misericordia.
Eulogio López