España ha cambiado. Me di cuenta de ello por primera vez a finales de los años ochenta, casi noventa, cuando surgió el capitalismo popular, y el personal cambió los sábados de bingo por los lunes de bolsa y se puso a invertir como loco en el casino de los mercados financieros. Me caí del caballo cuando tomé un taxi en Cibeles y el chófer, visiblemente alterado, me comunicó: ¡Se ha caído Tokio!.

Ya entonces me dedicaba al llamado oficio de periodista económico, pero, por un momento, pensé que los norteamericanos estos gringos- habían lanzado otra bomba atómica contra la capital nipona. Pero luego caí en la cuenta de que no : que lo que se había caído, más bien derrumbado, era el índice Nikkei, que resume la Bolsa de Tokyo y, naturalmente, nuestro buen taxista estaba preocupadísimo porque, como es sabido, lo que ocurre en Tokyo repercute en la Plaza de La Lealtad a la velocidad de rotación de la tierra, y de Europa viaja por el Atlántico, como comparsa del astro rey, y luego ocurre lo que ocurre en Wall Street. Era lógico que a nuestro hombre se le hubiera mudado el color, y era lógico que los historiadores de hoy, es decir, los periodistas, nos apresurásemos a confeccionar el traje del emperador, bordado con espirituales hilos semánticos, hasta conseguir que la vieja codicia del rentista y el especulador aparentara una duquesa ricamente ataviada con los inexistentes ropajes de la pedantería. Y así, hablamos, por ejemplo, de democracia capitalista, que viene a ser algo así como decir que la avaricia es algo recusable, salvo que todos nos volvamos avaros al mismo tiempo.

Me di cuenta entonces de que estaba viviendo un cambio histórico, mi primer proceso revolucionario. Es decir, que, una vez más, la marea de la majadería se había apoderado de todos nosotros.

Ha llovido mucho o menos, según los augures del cambio climático- desde finales de los ochenta, que ya corresponden al siglo pasado. Y hasta hace pocos días, no he vuelo a experimentar la electrizante sensación de otra segunda revolución social en mi vida. Fue a las puertas de la Iglesia católica, no sé si conviene advertirlo-donde tengo por costumbre acudir cada día, y el protagonista no fue ni Lenin ni Samuelson, sino el mendigo acreditado a las puertas del templo. Me abordó con un entusiasmo impropio de las ocho de la madrugada, y me espetó:

-He oído en la COPE que El Mundo ha publicado que lo de los peritos del ácido bórico es todo mentira, es más, que es ilegal. No tiene remachó- ningún valor jurídico.

Y remató la faena con un argumento de autoridad: Yo no lo he leído, pero me han dicho que lo firma Casimiro García Abadillo.

Ante un silogismo tan bien trazado, tan completo, tan compacto, sólo se me ocurrió aconsejarle que no se preocupara en exceso, que son campañas de la prensa sin mucho valor. (No empleé el adjetivo espurio, aunque ahora me arrepiento de ello : lo hubiera cogido al vuelo).

Fue entonces cuando me dirigió una mirada envarada, casi sospechoso, y exhibiendo un ceño fiero, me advirtió:

-Es que yo quiero conocer la verdad.

Y ante eso, lo único que pude hacer fue escurrirme en el interior del templo y dedicarme a mis plegarias, avergonzado, eso sí, por mi escasísima convivencia cívica. Créanme, a estas alturas, no sé qué va a ser de mí.

Esto es, estaba viviendo la revolución informativa, en plena sociedad de la comunicación, cuya honda expansiva va mucho más allá que, pongamos por caso, la Revolución Francesa, la Soviética o el mencionado triunfo total del capitalismo. La revolución informativa consiste en que unos llamados líderes de opinión dirigen el tráfico del pensamiento en la dirección pertinente para conseguir sus deseos, o simplemente para permanecer en el centro del escenario. En este ciclo revolucionario, poco importa el sentido que elijas, si dirección Madrid o dirección Barcena, mientras no te salgas de la Nacional II (ahora A-2, más que nada para inducir al uso de la vía de peaje). Existe libertad para opinar a favor o en contra, pero siempre sobre la cuestión que te planteen dichos líderes de opinión. O sea, libertad pero dentro de un orden.

Y así, en el asunto del ácido bórico, llevado por nuestro revolucionario deseo de conocer la verdad, podemos opinar que la razón la tiene el PSOE o el PP, El Mundo y la COPE o El País, siempre que no te preguntes si ambas opiniones sobre el puñetero, agotan o no los enigmas del 11-M. Sólo como recordatorio : todo el lío del bórico consiste en un informe de unos peritos judiciales sobre restos de esta sustancia encontrados en un piso utilizado por los presuntos autores de la matanza del 11-M, y que a su vez, en su momento, otro ácido fue encontrado en un piso presuntamente utilizado por etarras. La inferencia es logiquísima: ETA fue quien puso las bombas en el 11-M. Por mi bien, espero que no encuentren ácido bórico en mi casa. Y ahora caminamos hacia nuevos descubrimientos, similares a los de Marx (Carlos, no Groucho) quien adivinó, ¡ajajá!, que la síntesis resultante de la pugna entre tesis y antítesis, era, miren por donde, la dictadura del proletariado.

La revolución informativa, avanza majestuosa por las llanuras de los pensamientos hispanos. Se nos anuncian nuevos descubrimientos, que ya corren por Internet: no es que el PSOE manipulara el 11-M, no es que fuera ETA, amiga del PSOE, quien asesinara a 192 inocentes: es que fue le mismísimo Zapatero, acompañado de Pepiño Blanco, quien colocó las mochilas por cierto, falsas- en los vagones. Pedro J. ya lo ha adelantado : ahora estamos en el momento de demostrar la implicación de Zapatero en el atentado.

Naturalmente, los otros, por ejemplo El País, han respondido con iguales majaderías sólo que de signo opuesto. Y así, el PP es un partido de ultraderecha, seguramente relacionado con algún comando fascista y con el movimiento de los cabezas rapadas, que prepara golpes de Estado (recuerden las palabras de Almodóvar en vísperas del 14-M) porque no soporta estar fuera del poder.

Esto es la revolución informativa de la sociedad de la comunicación: un mundo donde las masas es decir, las personas- no son llevadas al enfrentamiento y a la violencia por soflamas de políticos o sindicalistas incendiarios y demagogos, sino por periodistas y líderes de opinión, por locutores radiofónicos y periodistas de investigaciónque, como el mendigo de la parroquia, quieren conocer la verdad. Menos mal que no creían en la verdad ni en la posibilidad de encontrarla a lo mejor es que ya saben dónde está la verdad única y absoluta: en los índices de audiencia de una sociedad histérica gracias a estos manipuladores.

Lo cierto es que no hay nada escondido que no llegue a descubrirse, pero estos buscadores de la verdad están consiguiendo que la verdad permanezca oculta más tiempo del necesario. Personalmente, creo que hasta que no terminemos la revolución informativa, por ejemplo, hasta que no se jubile personajes como Pedro J. Ramírez, Federico Jiménez o Juan Luís Cebrián, la continuará oculta y la majadería crecerá en las españas. Me duele España, No tanto como a mi mendigo, pero casi.

Eulogio López