(Marcos 2, 1-12)

-Dime Chema, ¿de qué te sirve que el cura te haya echado la bendición? ¡Ah!, ya entiendo: eso te librará del balazo de un talibán o de saltar por los aires cuando un moro suicida te reviente las tripas?

-No, Beto. Me servirá para morir en paz si un moro fanático me revienta las tripas. Además, no he ido a que me bendigan, sino a confesarme y a comulgar. No es exactamente lo mismo.

José María Díaz y Alberto Valverde eran dos cabos del Ejército español destinados a la base de Herat, en Afganistán. El incrédulo Alberto era el más veterano en misiones en el exterior. Era su segunda misión de seis meses en aquella tierra de chiflados. Había sido herido en Shindand, un espantoso desierto pedregoso donde el color verde sólo existía en el recuerdo que los militares mimaban de lo que creían una paraíso perdido, es decir, de España. Y aunque Beto no creía en Dios ni respetaba a los hombres estaba dispuesto a arriesgar su vida entre los bárbaros. Además, era la única forma de ascender y cobrar una prima en aquel Ejército español profesionalizado. Beto se había convertido en algo parecido a un mercenario civilizado.

La función de los militares españoles en Herat era doble. Por un lado, adiestrar a las unidades de la que algún día sería la III división del Ejército afgano, así como preparar una unidad de policía del nuevo Afganistán, presuntamente democrático, todo ello para que fueran los propios afganos quienes se enfrentaran a los fundamentalistas islámicos, es decir, a ellos mismos.

En resumen, el peligro consistía en estar preparando en el eficaz manejo de las armas a los futuros terroristas.

Sea como fuere, el cabo Valverde, agnóstico y burlón, era una militar con experiencia sobre el terreno. No así el creyente José María quien casi acababa de llegar a aquel mundo hostil. En tres meses, apenas había conseguido dormir una media de cuatro horas diarias, y eso a pesar de su agotamiento cotidiano. Enseñar a matar a quien busca matarte no resultaba aleccionador. Una pedagogía complicada y un mundo en el que los soldados no se fiaban de sus alumnos y en el que a los oficiales les costaba mantener lo que antes se llamaba la "moral de la tropa", y que no es otra cosa que el convencimiento de estar luchando por una causa justa.

-¿Y qué te aconseja el capellán?

-Que no necesito odiar a los afganos y que no me deje llevar por la ira.

-¡Buen consejo! –aseguró su compañero-. Con tal de que lo deseches antes de que te maten. Y a lo mejor no te dejan mucho tiempo para cambiar.

-No te apures Beto, tú no eres  católico así que puedes matarles con muchas ganas y luego orinar sobre sus cadáveres. Ya sabes: te sacaré los ojos y te mearé en las cuencas –terminó, con la cita de un 'versículo' callejero muy poco evangélico.

A Beto no le gustó la respuesta. A las mentes laicas  siempre les gusta disfrutar del monopolio del sarcasmo.

Mientras tanto, la columna de blindados avanzaba por la arena inhóspita. Exactamente no estaba claro para qué ni hacia dónde, pero avanzaba por la arena inhóspita.

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El Maestro había convertido a Cafarnaún en su centro de operaciones. Zebedeo, hombre generoso, no solo había cedido al Nazareno a sus dos hijos, Santiago y Juan, sino también una de las casas más espaciosas de la población, convertida en hospital, centro taumatúrgico y púlpito. Hasta allí llevaban a los enfermos y endemoniados desde Caná, Naín, Magdala y hasta desde el otro lado del lago, en barcas para ser curados por el Cristo, que otros osaban llamar Mesías.

Mi Señora Miriam había instalado allí un verdadero centro de distribución de medios. El esquema era sencillo: los agradecidos por curaciones y conversiones donaban dinero, ropa o alimentos, según sus posibilidades, que la Madre del Redentor repartía entre quien no pedían milagros sino comida, que de todo había. Los leprosos eran sus favoritos. Cuando su Hijo les sanaba, aún debían atravesar un viacrucis para ser aceptados en sociedad y para ganarse la vida con sus propias manos. En el entretanto, precisaban fondos.

Lo que voy a contaros ocurrió en sábado. En ese día festivo se había congregado una multitud en casa de los Zebedeos –dentro y fuera de la estancia- por lo que el Maestro se veía obligado a hablar hacia el exterior para que le oyeran unos y otros:

-No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Pero Josué no buscaba pan. Tenía de sobra. Era un rico terrateniente de Betsaida. Además, Dios le había bendecido con cuatro hijos y tres hijas, que le habían hecho abuelo repetidamente. No le faltaba nada, salvo equilibrio, y a sus cincuenta años cayó por terraplén y se quebró las dos piernas, además de aprovechar la ocasión para romperse el hombro derecho. Quedó inútil para las faenas del campo y para la vida misma. Pero todavía tenía autoridad en su casa: ordenó a sus hijos que le transportaran desde Betsaida a Cafarnaún en una camilla y ésta en una barca para cruzar el Lago Tiberiades. Quería ver al Nazareno.

Llegaron a la meta cuando el Señor Jesús ya había comenzado a hablar. Imposible traspasar aquella marea humana que bloqueaba la entrada. Pero Josué no estaba dispuesto a escuchar el desánimo de sus portadores: señaló a sus hijos una escalera exteriores, que desde un lateral ascendía hasta el tejado.

Al principio los hijos de Josué no entendieron lo que pretendía, pero nada detiene a la esperanza. Le auparon por aquella escala exterior y, llegados arriba, su padre les dio una orden aún más extraña:

-Abrid un agujero en el tejado y descolgadme por él.

Los hijos no tuvieron fuerzas para desobedecer una orden tan peregrina y se pusieron manos a la obra. Desde el exterior la escena resultó gloriosa, digna del Reino de la Gloria. La luz comenzó a entrar como un chorro reciente de claridad, a medida que los retoños de Josué iban arrancando las tejas una a una. Y mientras, unos dementes bajaban como los monos de los árboles abriendo un claro forzoso ante los mismos pies de Cristo. Una vez abajo, sostuvieron el descenso de la camilla, con Josué encima, como todo un señor.

Al final del proceso, más de uno había sido desterrado al exterior del habitáculo, por aquello de los achiques de espacio y las leyes físicas, que casi siempre se cumplen.

Ante tamaña impertinencia, los recién llegados no se ganaron el aplauso del pueblo. Miraban al Maestro para conocer su reacción pero éste permanecía impasible. Pocos sabían que estaba a punto de soltar una de sus sonoras carcajadas. Postrado en el suelo, medio incorporado para poder mirarle a los ojos, Josué sólo acertó a decir:

-Rabbí.

Y entonces el Maestro pronunció unas palabras que sonaron como un cañonazo:

-Hijo –le dijo a un hombre que le doblaba en edad-: tus pecados te son perdonados.

Jesús Nazareno acababa de inaugurar lo que llamáis sacramento del penitencia, vulgo confesarse.

Naturalmente, el equipo de guardia de judaísmo oficial, escribas, intelectuales y fariseos sabían lo que tenían que hacer en casos similares: escandalizarse, ya que sólo Dios puede perdonar los pecados y aquel engreído se creía Dios.

Por su parte, la expresión de los hijos de Josué revelaba una cierta desilusión: ¡Caramba!, su padre no era un pecador, digamos profesional, sino un hombre de bien que se había pasado la vida trabajando. Y tampoco había hecho un largo camino para recibir una bendición sino para recuperar sus piernas y su hombro heridos.

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El convoy militar en el que iban empotrados los cabos Alberto y Chema atravesaba un desfiladero angosto. Lo cierto es que todo Afganistán parecía un conjunto de desfiladeros angostos que imposibilitaban contemplar el horizonte. Los hombres no iban alerta porque nadie puede vivir alerta 24 horas al día y porque los humanos son incapaces de esperar lo inesperado. Una explosión provoca un estruendo pero, más que eso, provoca oscuridad. Y provoca sordera. El humo te impide ver y el silencio provoca angustia. Luego se va abriendo la luz y fue entonces cuando Chema vislumbró a su amigo, sentado en el suelo del vehículo, como un muñeco roto, mientras observaba sus propias vísceras, expulsadas de su vientre.

En la agonía no sientes dolor porque el dolor es demasiado intenso. Lo que sientes es asfixia, pero el ahogamiento no te impide razonar. Es como si el Creador permitiera que, antes del juicio tú mismo juzgaras y emitieras sentencia.

Chema estaba herido pero convencido de que no iba a morir. Cuando saliera de aquel ataúd podría adivinar, como una curiosidad dónde estaba herido y cuál era su gravedad, pero sabía que no iba a morir. Todo el mundo sabe cuándo va a morir y cuándo no. Es otro don que el Eterno os ha concedido a los hombres y que nunca agradeceréis bastante.

Decía que Chema se aproximó a su compañero y le pidió, ingenuo de él, que se arrepintiera de sus pecados. La respuesta fue la más horrenda blasfemia que el cabo José María, novato en Afganistán, hubiera escuchado jamás, tan horrible que parecía imposible que surgiera de un cuerpo tronchado. Y a renglón seguido, expiró.

Porque hay muertes y muertes.

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Ninguno de los escribas presentes en Cafarnaúm dijo una palabra pero hasta sus pensamientos podían escucharse. Y el Maestro tenía un oído muy fino:

-¿Por qué pensáis así en vuestros corazones?

¡¿Quiénes?! ¡¿Nosotros?!, explicaban sus rostros mudos, mientras la concurrencia, incluidos los apóstoles, exhibían unos rostros circunspectos y un punto decepcionados. Lo de perdonar los pecados está bien pero reconstruir a un paralítico otorga un prestigio social mucho mayor. Con ello, una vez más, los fariseos habrían mordido el polvo y se hubieran tenido que tragar sus comentarios, uno por uno.

Simón el Celotes se planteaba un sabio interrogante: ¿Y no será que este lisiado tiene derecho al Reino pero no a caminar por este mundo sobre sus dos piernas?

La pregunta del Maestro quedó sin respuesta, así que Juan hizo amago de incorporarse pero mi Señora Miriam, sentada entre los apóstoles para mayor agitación de los fariseos, le retuvo. Como siempre los apóstoles, al ver a la madre permanecer sentada se quedaron inmóviles: Si mi Señora Miriam no se incorporaba es que la función no había terminado. Y en efecto, se oyó de nuevo la voz del Maestro:

-¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados o decir: Levántate, toma tu camilla y anda?

Silencio, y bastante cobarde. A Cristo le preocupaba que todos los presentes, incluidos los hostiles, comprendieran que el perdón de los pecados es el don más relevante y prueba más concluyente de su Divinidad, pero de donde no hay, no se puede sacar.

Entonces se volvió hacia un Josué, aún postrado y anunció:

-Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados a ti te lo digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Josué se incorporó. Uno de sus hijos temiendo que se derrumbara quiso asirle por el brazo, pero su padre le rechazó con vehemencia. Sabía que eso resultaba un insulto al Creador. Josué se incorporó con agilidad pero no se arrojó a besar las manos de su sanador como los apóstoles habían visto hacer a otros curados. Simplemente, miró a Jesús de Nazaret y exclamó:

-Gracias por los dos regalos. Sobre todo por el primero.

Luego enrolló su camilla, la asió con fuerza y salió a la vista del público asistente, que abrió un pasillo para dejarle pasar. Josué de Betsaida había entrado por el tejado pero salía por la puerta, como un rey, con paso firme y ánimo templado.

-Estás curado, padre -exclamó su hijo mayor.

-Sí,  estoy curado y soy libre.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com