Te compras un pechuga de pollo y una aplicación en el móvil te marca tres criterios, ninguno de los cuales te dice nada de ti sino del pollo: el bienestar del animalito, la contribución -siempre negativa, naturalmente- al peligroso cambio climático en la cría del susodicho pollo y el daño que la precitada cría del redicho pollo haya ocasionado al medio ambiente, que, naturalmente, será aún más negativa que los del cambio climático.
Juan Claudio Sanahuja, a quien me refería ayer, escribió un libro genial -otro más- de título esquivo: El desarrollo sustentable. Sustentable, para que sirva al hombre, no sostenible en sí misma. Porque el fin de la economía es el hombre, no el planeta, ni las plantas, ni los animales. Lo que importa es el bienestar del único animal racional y, por tanto, libre. Convertirle en un medio que se puede manipular para salvar el planeta: ese es el drama de ahora mismo. Porque este eco-panteísmo, además de esclavizante, resulta muy hortera. El cristianismo, es decir, Occidente, no busca la comodidad del pollo sino la alimentación de los humanos que comen pollo. El pollo, que se fastidie. Y la ecología cristiana es, ante todo, ecología humana. Traducido: cuidamos el planeta, no por el planeta en sí mismo, que es un don de Dios al hombre. Cuidamos la naturaleza, el planeta tierra, para que las próximas generaciones de hombres -no de animales ni de vegetales- puedan también servirse de él. Exclusivamente por eso.
Eulogio López
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