¡Toma ya universitario!. Era la exclamación favorita de Alfonso Escámez, presidente del Banco Central, luego del Central Hispano, cuando cerraba su juego favorito, el dominó, frente a sus contrincantes, que solían ser, cómo no, universitarios.
Alfonso Escámez, fallecido este domingo, no había cursado estudios superiores y eso le suponía un complejo, molestaba a quien llegó a ser el presidente del primer banco del país. No sabía inglés y encima era sordo como una tapia, aunque administraba su escasa capacidad auditiva con gran maestría: por ejemplo, cuando un periodista avieso o sea, un buen periodista- le preguntaba por rumores de fusión se volvía a su segundo, Epifanio Ridruejo, y le preguntaba: ¿Qué ha dicho?. A continuación, respondía a la traducción de la pregunta, a la traducción de Epi, o simplemente decía: ¡Ah!, lo de las fusiones.
No voy a decir que fuera un santo. Como a todos los banqueros de la era de la opacidad, a Escámez no le gustaba la trasparencia informativa y, en especial, no le gustaban los periodistas, a los que consideraba un elemento molesto de los nuevos tiempos. Pero la generación no-MBA tenía una gran virtud: para ellos el personal, la plantilla, los trabajadores, no eran una variable, sino un fijo. Sus planes estratégicos partían de la necesidad de crear empleo, y según el empleo que crearan consideraban que habían triunfado o fracasado.
Cuando pasamos de la era de la eficiencia, la presión de la cotización y de los beneficios comparativos y de la contabilidad creativa- les trajo muchas dificultades, pero ellos siguieron fieles a sus plantillas. Hablo de empresarios y banqueros como Enrique Huarte, Luis Valls, Gonzalo Garnica, Carlos Pérez de Bricio, Victoriano Muñoz, etc. Todos ellos triunfaron sin necesidad de EREs y sin que lo primero que se les ocurriera para afrontar una crisis empresarial o sistémica- consistiera en despedir trabajadores.
Y ello porque a la hora de buscar el beneficio, aquellos empresarios anticuados, que se abrochaban los tres botones de la americana, no pensaban sólo en reducir costes sino en aumentar ingresos. La diferencia es obvia: la reducción de costes, sobre todo de personal, supone un triunfo a corto para el presidente; el aumento de ingresos es el triunfo por antonomasia, el que permite mantener plantillas, pero es un triunfo a largo plazo, porque los ingresos son menos flexibles que los gastos. Gente que exigía a sus subordinados pero que, cuando consideraban que no habían estado a la altura les reñían, no les despedían. Además, no se justificaban con la necesidad de crear valor para el accionista, porque sabían que, sin la colaboración de los trabajadores, y sin dar un buen servicio al cliente, el propietario se quedaría sin valor alguno, añadido o no.
¡Unos carrozas, eso es lo que eran! Si serán cavernícolas que cobraban buenos salarios y sólo eso.
Eulogio López
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