La liberación sexual no valora el cuerpo. Al revés: lo desprecia.
Lo decía días atrás una famosa sexóloga-feminista, lo que no debería ser una reiteración: “Nuestros hijos nos meten mano”. De lo que se deduce que yo debo ser un tipo raro porque nunca le he metido mano a mi madre. Es más, como el 99,9% de la población, no sólo lo consideraría un poquito asqueroso, sino que, además, jamás se le ha pasado por la cabeza. Si tu hijo te mete mano, querida sexóloga… házselo mirar y háztelo mirar.
El último grito progre es el de “vamos a bañarnos todos juntos”
Pero la campaña continúa. Oigo, con no poco desagrado, el último grito progre en el seno de algunas familias: “vamos a bañarnos todos juntos”. Nuestro cuerpo es lo más natural que tenemos. Lo cual es muy cierto, siempre que vaya acompañado de un espíritu asimismo natural. En resumen: la supresión del pudor constituye uno de los signos de nuestro tiempo. Supresión del pudor que se cuela, también, en el ámbito familiar. Y el feminismo entiende poco de pudor.
Ahora bien, la campaña pro-incesto, algo que afecta directamente contra la familia, va a más en España. Y no lo duden, se legalizará, porque “todo es amor”, una lapidaria afirmación que recuerda el viejo chiste de Eugenio:
Y lo que es peor que la legalización: el incesto se está socializando bajo la premisa primera de la modernidad: ¿por qué no? En principio, como mera aceptación de la aberración, que siempre se presume minoritaria, pero por ahí es por dónde se abre la grieta. Con esa grieta se puede destruir uno de los basamentos, no de la civilización cristiana, sino de la civilización: la familia.
La supresión del pudor constituye uno de los signos más cancerígenos de nuestro tiempo… también en el ámbito familiar
Se trata de un insistente continuo que ataca la muy moderna línea de menor resistencia del hombre, que, en contra de lo que se cree, no consiste en menospreciar su alma, sino su cuerpo. La liberación sexual no enaltece el cuerpo, sino que lo desprecia. Precisamente, porque prescinde de su interacción permanente con el espíritu, con la parte invisible del ser humano.
No se engañen: vivimos en una era muy espiritualista, tras abandonar la noción misma de lo que es un espíritu. Por eso respetamos tan poco a nuestro cuerpo.