Es lógico que la virtud más recordada en Navidad sea la humildad. A fin de cuentas, un Dios que se encarna en hombre limitado y mortal es algo lo suficientemente raro como para “épater le bourgeois”.

Además, en España contamos con el arquetipo de la humildad, de nombre Pedro Sánchez y por eso resulta tan lógico que nuestros políticos se peleen, don Pedro el primero, Pablo el segundo, por predicar humildad, mucha humildad.

Lo que no resulta tan lógico es que la humildad, la principal de todas las virtudes, sea tan nombrada como poco definida. Por eso conviene concretar qué se entiende por orgulloso. Yo diría que la soberbia se descubre en siete actitudes: altanería, estima ajena, autocrítica, cabezonería, ingratitud, susceptibilidad y resentimiento.

La altanería es visible. Es más, no descubro ningún secreto: el orgulloso es altanero. Poco más que decir. ¿Resulta grave? Poco. Es llamativo, y como todos los defectos que conforman lo que conocemos como mala educación resultan defectos superficiales. Molestos pero poco peligrosos.

La necesidad de quedar bien, de convertirse en el centro de atención, de contar con la estima ajena, la inclinación a no quedar mal, es algo más que inmodestia: es soberbia, pero también resulta casi evidente, no necesita más glosas.

Ahora entramos en un terreno más alejado de lo obvio: el orgulloso ama la autocrítica… precisamente porque lo que no soporta es que la crítica venga de fuera, del prójimo. Por eso se apresura a anticipar todos sus fallos lo que, encima, le convierte en un sujeto un poco pelma.

Cuarta manifestación de la soberbia: la cabezonería, generalmente disfrazada por la soberbia como tozudez. O incluso perseverancia. Lo cierto es que es un superlativo apego al propio juicio. Otro intento del defecto para pasar por virtud.

Quinta nota característica: la ingratitud: es evidente que yo no le debo nada a nadie y por tanto no tengo que darle las gracias por nada. Contradice el lema del Papa Francisco, para quien toda la vida se resume en tres expresiones: por favor, perdón y gracias.

Entramos en la sexta concreción de la soberbia que, junto a la última, componen el binomio más venenoso del orgullo: la susceptibilidad. El suspicaz es el individuo más insoportable, mucho más que Carmen Calvo, por decir algo. El susceptible está tan enamorado de sí mismo que no puede entender la falta de consideración ajena. La mayor parte de las guerra que en el mundo han sido las inició algún susceptible de orgullo herido.

Para finalizar, el resultado más letal de la soberbia es el rencor, eso que hizo expresar a un cachondo aquello de que sólo tiene una solución: la amnesia. Al igual que la vida, el resentimiento tiende hacia la eternidad, y es el ácido que diluye el alma y la personalidad con mayor rapidez.

Pero tampoco se apuren demasía: es Navidad. Todas, las siete concreciones de la soberbia se curan con una miajita de sentido del humor. Créanme: no es para tanto.