• La tensión en las fronteras europeas no es más que un pálido reflejo de lo que está por llegar.
  • La guerra, la violencia y la miseria son los tres motivos que empujan el éxodo hacia Europa.
  • La entrada legal es la mejor vía para evitar la entrada irregular, y acabar con las mafias.
La presión migratoria en las fronteras de la Unión Europea nunca es ocasional. Otra cosa es que los focos de las televisiones apunten de pronto a Calais, al Egeo o a Gibraltar. Y en verano, como es lógico, el problema se aviva porque las cifras aumentan. Desde enero han cruzado el Mediterráneo casi un cuarto de millón de personas; 239.248, en concreto, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Todos los días se rescatan en el mar a una media de mil personas. Muchos consiguen llegar y el resto mueren en naufragios anónimos. Es muy difícil calcular el número de estos últimos. Según la OIM, en las aguas que unen Libia y Túnez con Italia han muerto ya 2.216 personas, en el Egeo, 61 y en aguas del Estrecho de Gibraltar, 23. Estamos así ante otra crisis migratoria en toda regla, que parece más bien una crisis humanitaria si no perdemos de vista que se trata ante todo de una drama humano. Nadie deja su tierra sin más ni más. Detrás de la avalancha de embarcaciones de mala muerte, nunca mejor dicho, que cruzan el Mediterráneo, están las historias de miles de personas que huyen de la violencia o la guerra, y también de la miseria, porque no encuentran en sus países lo básico para sobrevivir. Y todo eso es lo que aprovechan las mafias para su tráfico indecente de seres humanos. Las cifras de la OIM sobre los países de origen de los inmigrantes son elocuentes. Casi 100.000 personas proceden de Siria, más de 32.000 de Afganistán, casi 19.000 de Eritrea y algo más de 16.000 de Nigeria y Somalia. Pueden ver las cifras en este gráfico. La tensión, por tanto, es seria e invita a algunas consideraciones. La primera y más importante es que el problema es de dimensiones europeas -afecta, directa o indirectamente, a todos los países de la UE- y la solución, por tanto, debe ser europea. En este punto no caben excusas, ni se entienden, por ese mismo motivo, las reticencias de algunos países. Los inmigrantes que llegan a través del Egeo, Sicilia o el Estrecho de Gibraltar se desplazarán después a Londres, París, Praga o Berlín. Sorprende, por eso mismo, el lío que se organizó entre los países para asignar ayudas o repartirse a los refugiados. Ningún país puede asumir esa carga en solitario. Lo ha vuelto a recordar el comisario europeo de Inmigración, Dimitris Avramopoulus, al explicar que estamos ante "la peor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial". La partida de Bruselas para este fin, unos 2.400 millones, se puede quedar corta. Dicho eso, es inevitable una segunda consideración sobre el drama en sí. Europa ha sido siempre una tierra solidaria y de acogida, por sus raíces cristianas. Y es importante que no pierda ese espíritu para no caer en la contradicción de defender los derechos humanos y, al mismo tiempo, repeler a los que piden ayuda o asilo. Ocurre lo mismo con la hipocresía de tantos europeos, que se escandalizan al ver o escuchar las miserables condiciones en las que viajan y mueren ahogados esos inmigrantes, pero no quieren saber nada de acogerlos. ¿Temen que les quiten los puestos de trabajo? ¡Qué frivolidad! La mayoría de esas personas que huyen están empujadas por la guerra y también por la persecución religiosa. El drama de los cristianos asirios, uno de los primeros pueblos que se convirtió al cristianismo en el siglo I, es el último episodio de la violencia sistemática del Estado Islámico, que está repitiendo en el centro de Siria la misma barbaridad que provocó el éxodo al norte de los cristianos en Irak"Somos odiados porque persistimos en querer vivir como cristianos", denunciaba el otro día monseñor Warda, arzobispo de Erbil, para explicar la terrible situación que atraviesa la Iglesia por la amenaza yihadista. Y a esos inmigrantes se unen los demás, que también escapan, pero de la miseria o la hambruna, por algo tan digno como buscar una vida mejor. Muchos de ellos caen en redes mafiosas que comercian con personas como si fueran ganado y en la mayoría de los casos les envían a una muerte probable. Sobre este punto, es preciso insistir en dos ideas. La primera, que es inmoral (o sea, injusto) dejar a la gente tirada para que se juegue la vida de esa manera. Ni es moral, ni humanitario, ni cristiano. Y la segunda, que la mejor vía para evitar la entrada irregular, la más peligrosa y mortífera, es facilitar la entrada legal (hay fórmulas, como un código de visados humanitarios). Se evitaría así en gran medida la actuación de esas mafias. Es evidente también, por último, que no sólo la guerra empuja a la gente a Europa. También está la abismal diferencia de riqueza que separa a los continentes y el efecto llamada que aviva. La solución a eso es mucho más compleja. Los acuerdos bilaterales de inmigración, como los firmados con Túnez o Marruecos, son una buena opción, pero no acaban con el problema. Ahí entran en juego otros aspectos como la cooperación con los países de origen donde está el problema, el asesoramiento, las inversiones para crear riqueza y evitar que caigan en el sátrapa de turno, el juego limpio en las relaciones comerciales (por ejemplo, en el sector agroalimentario). Nadie se va de su tierra, en fin, si puede vivir en ella. Suena casi sarcástico recordar que los romanos llamaran Mare Nostrum al Mediterráneo. Ese mar, entonces y hasta la aparición del islam, era un mar común y no había una gran diferencia, en cuestión de valores o riqueza, entre el sur de Europa, el norte de África y Oriente Próximo. En quince siglos de historia se ha tejido el resto y da muchas pistas para comprender los desequilibrios actuales y comprender el balance de tantos Estados fallidos. Rafael Esparza rafael@hispanidad.com