Hay un grupo que actúa con perfecta sincronía cuando el poder progresista tambalea. No son economistas, ni constitucionalistas, ni juristas expertos en gobernanza democrática. Son actores, directores y cantantes. Estrellas de la cultura subvencionada. Han vuelto. Se hacen llamar “los de la ceja” y ahora, en versión actualizada, se manifiestan para arropar a Pedro Sánchez y su proyecto de resistencia desde Moncloa. Hablamos de Ana Belén, Víctor Manuel, Pedro Almodóvar, Miguel Ríos, los hermanos Bardem y otros cien más. Cien nombres cuya carrera ha estado marcada no solo por los focos y la alfombra roja, sino también por los millones de euros salidos del bolsillo del contribuyente.
Este fenómeno no es nuevo. Ya en tiempos de Zapatero, el llamado movimiento de la ceja aglutinó a buena parte de la élite cultural que, con aire mesiánico, que se presentaba como la guía moral de la nación. Entonces era Zapatero. Hoy es Pedro Sánchez, de tal palo tal astilla. Ayer fue la paz, hoy es “la democracia”. Siempre es lo mismo: el poder socialista los necesita porque saben que son la correa de transmisión a los votantes cautivos desilusionados, y ellos se prestan. Porque saben que el negocio no está en taquilla, sino en el BOE.
Resulta grotesco ver a estos millonarios del arte —que jamás arriesgaron su patrimonio ni vivieron del aplauso libre del público— alzarse ahora como paladines de la resistencia democrática. ¿Qué democracia pretenden defender? ¿La de un presidente que indulta golpistas, pacta con partidos herederos del terrorismo y manosea el poder judicial? Lo hacen porque están dentro del sistema. Viven cómodamente en él. Son comunistas de moqueta, como se decía antes, ahora reconvertidos en neoliberales con yate, chalet en Valdemarín y escolta ideológica.
No hay ni un atisbo de autocrítica. Jamás la hubo. No la hubo cuando Ana Belén y Víctor Manuel llenaban sus bolsillos con giras públicas pagadas con fondos municipales. Ni cuando Pedro Almodóvar llenaba salas de cine vacías con dinero público o cuando Javier Bardem denunciaba la precariedad desde Hollywood con un Oscar bajo el brazo y una cuenta corriente en dólares. Tampoco cuando Miguel Ríos, el eterno rebelde, firmaba convenios con gobiernos autonómicos para seguir cantando “Santa Lucía” financiado por la Junta de Andalucía.
Se repite el patrón. Denuncian la desigualdad mientras blindan su privilegio. Hablan de libertad, pero solo la conciben desde su ideología. Y claman contra la censura, siempre que no sean ellos los censores. Porque basta con discrepar —con rechazar el adoctrinamiento obligatorio, la perspectiva de género impuesta o el pensamiento único climático— para que el artista libre sea expulsado del circuito como ha sucedido con el transexual Karla Sofia Gascón. ¿Dónde están las subvenciones para los creadores de derechas? ¿Para los que no comulgan con el dogma progresista? No existen. No existirán.
El mundo del arte contemporáneo ofrece el mejor ejemplo. Una élite endogámica decide quién es artista y qué es arte, siempre que se ajuste al discurso ideológico hegemónico: feminismo radical, ecologismo nihilista, multiculturalismo buenista y un odio soterrado a todo lo que huela a tradición, familia o patria. El resultado es que la creación cultural se ha convertido en una prolongación del poder político, una agencia de propaganda disfrazada de rebeldía.
Las subvenciones, lejos de fomentar la excelencia o el talento real, se han convertido en un sistema de clientelismo disfrazado de política cultural. Son un verdadero cáncer social. No se premia la creatividad, sino la adhesión ideológica. Y esto, lejos de ser anecdótico, configura un modelo de Estado injusto y perverso. Porque el ciudadano medio —que paga impuestos, que no llega a fin de mes, que no pide nada más que poder vivir con dignidad— ve cómo sus recursos son drenados para mantener a estos parásitos de la cultura, mientras su barrio se degrada, su educación empeora y su sanidad se colapsa.
Lo más sangrante es que este parasitismo cultural es aceptado incluso por los gobiernos de derechas. El Partido Popular, en un acto de cobardía o de complejo cultural, sigue alimentando el mismo sistema. Continúa destinando millones a fundaciones, centros culturales, festivales de cine y proyectos “inclusivos” que jamás agradecerán el gesto. Porque esta élite jamás será neutral. Siempre trabajará para la izquierda. Y no por convicción ideológica, sino por pura conveniencia económica.
La clave de todo esto está en el votante. En el ciudadano cuyas neuronas reaccionan emocionalmente ante un discurso de Almodóvar o una canción de Víctor Manuel, como si estuviera oyendo al oráculo de la libertad. En esos millones que han sido desactivados intelectualmente porque el pensamiento crítico lo tienen colapsado, anulado el pensamiento propio, que necesitan a sus gurús para saber qué votar, qué temer, qué odiar. Son víctimas de un virus inoculado desde hace décadas: el virus de la izquierda cultural, que transforma el análisis en emoción, la razón en dogma y el disenso en delito moral
Mientras no se rompa este hechizo —mientras no se denuncie con claridad esta red de poder, esta alianza entre Estado y cultura subvencionada— seguiremos viendo cómo los titiriteros mueven los hilos del relato. Y el pueblo, lejos de rebelarse, seguirá aplaudiendo. Aunque le hayan robado hasta la libertad de pensar.
Lo que queda de mí (Almuzara) Karla Sofía Gascón. Autodenominada “la mejor actriz del mundo”, se ha convertido en una figura del cine al ser la primera mujer transexual en recibir un premio en Cannes (compartido con el resto del elenco) y, especialmente, al ser la primera nominada al Oscar como Mejor Actriz. Un supuesto hito dentro de una Academia cada vez más centrada en cuestiones de identidad e inclusión que en el propio cine. En su libro cuenta cómo ha sido despojado/a de tales galardones al descubrir que en su cuenta de X se expresaba con libertad sobre temas tan controvertidos como la inmigración o la raza de determinados personajes.
Arte, propaganda y política (Sekotia) Paloma Hernández. El arte contemporáneo en España se ha visto fuertemente condicionado por ideologías promovidas desde instituciones públicas, muchas de ellas contrarias a la unidad nacional. Mientras otras civilizaciones refuerzan su identidad cultural, la hispánica se fragmenta. Este libro ofrece una crítica profunda al sistema artístico actual, cuestionando qué se considera arte y quién lo decide, y propone herramientas para pensar con rigor frente a la imposición ideológica.
Contra el totalitarismo blando (Libros Libres) Francisco J. Contreras. El totalitarismo blando no tortura al disidente ni lo asesina. Es sutil. Aquel que se muestre discrepante con las consignas del Poder se le cancela, se le invisibiliza, se le ridiculiza y se busca destruir su reputación por medio de las consabidas etiquetas o se le expulsa de su empleo o cargo público. Se le da muerte civil. Esa ideología oficial se extiende por la sociedad, como si fuera una tela de araña, y todo lo impregna. Desde la escuela, pasando por los medios de comunicación, las plataformas de las Big Tech; el cine o las leyes ideológicas…










