Lo escribí en abril: “Yo no me vacuno pero no me importa que usted lo haga”. Como ahora me he vacunado debo una explicación al lector y como diría Pepe Isbert, “como alcalde vuestro que soy”, os voy a dar esa explicación.

¿He cambiado de opinión? No. Me he vacunado porque a la fuerza ahorcan. La presión sobre los “negacionistas”, es decir, sobre aquellos que no negamos nada pero que no queremos convertirnos en idiotas ‘tragacionistas’, es decir, no queremos afiliarnos a la legión de bobos que muestran unas tragaderas enormes ante cualquier consigna oficial, es decir, ante lo políticamente correcto, ha alcanzado niveles nunca vistos.

No es el Estado el que más presiona, aunque los intereses políticos, económicos, los más agobiantes de todos, y el acoso cultural, estén detrás de toda esta exageradísima sofistería sobre el Covid. El acoso más agobiante procede de los próximos. Lógico: entre los próximos dominados por el miedo, abunda la histeria -esa sí es global, no el calentamiento, que sólo es mental- y el círculo se cierra: eres libre para vacunarte pero, si no te vacunas, no podrás salir de casa, ni mantener tu vida familiar y de amistad, lo más sagrado de lo que dispone el hombre, ni trabajar, ni viajar… o tendrás que dilapidar tu fortuna en PCR -otro de los muchos negocios surgidos del virus-.

Sabemos muy poco del virus pero los científicos, los expertos, los políticos, los médicos, hablan como si lo supieran todo

Así que me he vacunado por presión de los próximos y de la sociedad, pero sigo pensando lo mismo que pensaba: tenemos vacunas que no sabemos ni de dónde vienen ni a dónde nos llevan. Lo sabremos cuando comprobemos los efectos secundarios de una operación global que ha colocado a la humanidad entera como conejillo de indias de los grandes laboratorios farmacéuticos.

Y ahora viene lo segundo: sabemos muy poco del virus pero los científicos, los expertos, los políticos, los médicos, hablan como si lo supieran todo… y lo cierto es que van dando palos de ciego. Les haría falta un adarme de humildad.

Un virus cuyo origen desconocemos, cuya propagación también desconocemos… por el aire, nos dicen. No, si te parece, va a ser un virus dotado de extremidades inferiores que se introducen por la nariz y caminan hacia nuestros pulmones. Un virus contra el que no existen tratamientos claros -y si existen, no se ponen en práctica- que afecta a cada cual según le viene en gana, del que desconocemos su perdurabilidad -al igual que la duración del efecto de las vacunas- y lo más importante y peligroso: un virus que se está empleando para conseguir una sociedad sumisa, totalitaria, esclavizada, dominada por el pánico a la muerte y engañada como no recuerdo otra época histórica en que lo haya sido con tanta mendacidad y tanta mala uva.

Continúo pensando que la mejor vacuna contra el virus es la Eucaristía porque el Covid ha dilapidado el mayor tesoro del ser humano: su confianza en Cristo, su abandono en manos de la Providencia

Se ha hecho realidad aquella frase brillante, pronunciada por una mujer anónima, barcelonesa, ante las cámaras de TV, al comienzo de la epidemia: “Para vivir, así prefiero el virus”.

Conclusión: sigo siendo tan renuente a las vacunas como al comienzo y continúo tan pasmado como hace un año sobre el engreimiento científico. Pero me he vacunado, tras rechazar hacerlo en las dos ocasiones en que me lo solicitaron oficialmente, para aplacar el nerviosismo de mis próximos y para que me dejen en paz.

Y además, con un cierto cargo de conciencia. Como ya he escrito en Hispanidad, reiteradamente, me temo que la vacunación general ayuda a que quede sin respuesta uno de los grandes misterios -engaños- del coronavirus: ¿por qué razón avanza tan despacio la lucha de nuestro sistema inmunitario, creado por Dios, que siempre es el que ha derrotado a todo tipo de virus?

Lo único que sabemos del covid es que se está empleando para conseguir una sociedad de esclavos, dominados por el pánico a la muerte y engañados con mucha mendacidad y mucha mala uva

Y sí, por supuesto, continúo pensando que la mejor vacuna contra el virus es la Eucaristía, que no sólo ayuda al cuerpo sino al alma, el más dañado por este virus, que en tantos y tantas -‘tantes’ no lo sé- ha dilapidado el mayor tesoro del ser humano: su confianza en Cristo, su abandono en manos de la Providencia, lo que los místicos llamaban la infancia espiritual.

Me he vacunado, sí, he cedido pero muy a mi pesar. Y sigo en las mismas coordenadas: comprendo a quien se vacuna y respaldo al que decide no hacerlo, que no es idiota, como dicen los idiotas de La Sexta, sino alguien que se rebela contra los engaños del Covid y la utilización de un virus real para una campaña irreal.