Insisto en que el Papa Francisco, procedente de Buenos Aires, tiende a practicar aquello que denunciaba el escritor norirlandés Clive Lewis: hazles correr con manguera a las inundaciones y con barcazas a los incendios
Ante los rectores de los santuarios del mundo, el Papa Francisco volvió a sorprender al tratar dos asuntos que a los clérigos llamados progresistas no les gusta tratar, ni tan siquiera mencionar: el sacramento de la confesión y la Adoración a Cristo Sacramentado... la moda del momento, que esperemos se convierta en tradición.
Eso sí, lo ha hecho con el refinado, a veces cruel, espíritu argentino. Francisco ha pedido que los confesores de los santuarios sean misericordiosos y perdonen siempre. ¿También cuando el penitente no acude a la garita del confesor con las debidas disposiciones, a saber: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia?
Digo, porque dada la macedonia mental que atraviesa la grey en el momento presente, a lo mejor, en algún caso, lo pertinente es que el confesor le diga al cofrade que vuelva cuando cumpla las exigencias del guion.
Recordaré siempre aquella anécdota de la señora que se fue a decirle al párroco que quería volver a los sacramentos pero que seguiría cohabitando con su amante. El párroco le dijo que no, que no podía otorgarle la absolución ni darle la comunión. La mujer se marchó enfadadísima pero regresó pocos días después y le dio las gracias. Es que vosotros -los curas- lo habéis puesto tan fácil que ya no valoramos lo sacramentos.
A lo que, por cierto, el cura, un buen cura, respondió: De acuerdo, pero, ¿qué hacemos con el pájaro?
Insisto en que el Papa Francisco, procedente de Buenos Aires, tiende a practicar aquello que denunciaba el escritor norirlandés Clive Lewis: hazles correr con manguera a las inundaciones y con barcazas a los incendios. Justo ahora cuando los confesionarios crían telarañas, el Papa anima a los fieles a confesar pero no reprochándoles a los laicos que no lo hagan sino advirtiendo a los confesores que rebajen las exigencias.
A lo mejor tiene razón dado que un confesor debe ser, como el Dios al que pone voz en el sacramento, misericordioso y compasivo con las almas que acuden al confesionario. Pero, en fin, a uno le parece que debemos mantener el mandamiento de odiar el pecado y amar al pecador: brazos abiertos en acogida al penitente pero la doctrina que quede clarita. Ya saben: ¿qué hacemos con el pájaro?
De cualquier forma, llama la atención que para ser un presunto Papa progre, insista en sacramentos y costumbres poco progres: así, a su manera porteña, lo que está haciendo el Pontífice es recordar que, sin arrepentimiento, sin sacramento de la penitencia no hay salvación posible.
Y no se quedó ahí, ante los ilustres rectores de santuarios, sobre todo marianos, de todo el mundo. Francisco también insistió en animar a la adoración. La adoración a Dios puede hacerse de diversas formas, ciertamente, pero no cabe duda de que su concreción más habitual, que constituye la moda del momento, que yo espero que se convierta en tradición, un nivel superior a la mera moda, es la oración al Santísimo, expuesto en la custodia.
No es casualidad que esa fórmula de oración y adoración -no hay verdadera oración sin adoración previa- sea la que ahora mismo se está extendiendo por una Europa que sufre la más profunda crisis de fe de toda su historia.
Pues bien, a esto anima el muy progre Papa Francisco, ante los rectores de los santuarios de todo el mundo: a visitar el confesionario y a la adoración eucarística. Lo que ocurre es que lo ha hecho a la porteña, siempre al borde del abismo pero muy incisivo. Él piensa que es una buena técnica y vaya usted a saber si no tiene razón. ¿Que cómo sabremos si tiene razón? Simple: si la gente confiesa más y adora más.
Eso sí, para conseguir ambos objetivos no vendría mal, y ahí Francisco se carga de razón, que los curas confesaran más y mejor y expongan más y mejor al Santísimo en la custodia.
Mismamente.