¿Recuerdan ustedes la Italia de la postguerra, cuya impronta se ha arrastrado hasta hoy? Sí, aquella Italia donde los gobiernos no duraban ni un año, y donde no se conocían los nombres de los ministros porque eran mercancía de paso. 

Pero todavía nos queda algo -más bien mucho-, para lograr la cohabitación italiana entre una economía que va bien y una política que va mal: no pedirle nada, ni esperar nada, del Estado. Bueno sí, una cosa: que no incordie

Pues bien, aquella Italia empezó, por aversión a lo publico, sinónimo de robo, a reconocer y valorar la tarea de emprendedores y empresarios, sobre todo de los pequeños. Es verdad que también se precipitó en la admiración por la gran empresa y los grandes magnates pero me temo que eso no resulta evitable. En cualquier caso, los italianos, atención a esto, no le pedían nada a la autoridad. Bueno sí, una sola cosa: que no incordiara.

Por el momento, para nuestra desgracia, vivimos en una economía de la subvención, plagada de burócratas y donde el emprendedor, aquel que se crea su propio sueldo, es un ser lamentable, a quien Hacienda debe perseguir con saña