¡Qué casualidad!, los tres últimos papas, San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han dedicado ímprobos esfuerzos a extender por el mundo la devoción a la Divina Misericordia y para dejar claro que esta acertada cosmovisión de la doctrina cristiana no implica ni quietismo ni comodidad. Confiar en Dios no lleva a tumbarse a la bartola ni tampoco a una actitud cobarde a la hora de defender a la Iglesia bajo la excusa de dejarle a Dios todo el trabajo. 

Sí: la Divina Misericordia, nacida en Polonia hace ahora 100 años, es la versión contemporánea de la infancia espiritual, del abandono en manos de Dios, al modo en que los niños pequeños, muy pequeños, se abandonan en manos de su padre porque confían en él: no suponen que les pueda fallar.

La Divina Misericordia implica un modelo de vida que supone, también, elegir entre las dos cosmovisiones posibles de cada persona: vivir para matar o vivir para morir, opción que se presenta a todo hombre, independientemente de que las circunstancias de su vida le obliguen a elegir de forma más o menos fehaciente: pero la elección sí que es ineludible en todas las personas.

Lo cristiano, desde luego, es optar por estar dispuestos a morir antes que a matar. No se engañen, es una actitud de lo más fructífera, entre otras cosas porque el mal siempre acaba por disolverse a sí mismo, en un proceso curiosísimo, imitado por los partidos políticos, que nunca fenecen por sus derrotas frente a terceros sino por sus divisiones internas.

El que opta por morir antes que matar, siempre acaba venciendo, aún cuando pierda la vida. Muchos sátrapas de la historia no han fenecido en el campo de batalla o ante la irrupción de una fuerza superior: han fenecido porque no podían vencer a un mártir, a quien está dispuesto a morir antes que a matar: contra ése no podían luchar, a ese no le podían aniquilar.

Una última nota, muy propia de Santa Faustina Kowalska, que viene como de molde al tiempo actual: Dios nunca tiene prisa y no le gustan las almas apresuradas ni los señores estresados: donde hay prisa, no hay actuación de Dios, decía Kowalska, algo parecido al viejo refrán castellano: vísteme despacio que tengo prisa. Con Dios, siempre en paz pero también... siempre con paz, sin premuras, sin atolondramientos... porque si vamos a la oración estresados no haremos oración, no habrá diálogo, y permanecerá el estrés... si es que no se dispara más aún.