Se está muriendo con apenas cuarenta años recién cumplidos. Todo lo más que le puede quedar de vida es a lo sumo siete meses o, a lo peor, siete días, porque la grave enfermedad que padece le está arrebatando su existencia aceleradamente.
Digamos que la enferma es una mujer de esa parte de la sociedad española que por creerse moderna le ha dado la espalda a Dios. Ella no tiene ni el más mínimo sentido de la trascendencia, sin toda la culpa por su parte. No está bautizada, de niña, en su familia, nunca le hablaron de Dios, en el colegio y en el instituto todo lo que le transmitieron en sentido religioso fueron prejuicios contra la Iglesia católica. Y ahora, en vísperas de su muerte, no entiende nada de lo que le está pasando. Es más, piensa que su corta vida ha sido un absurdo, y en esto no le falta razón porque caminar por este mundo sin mirar al cielo... Sin embargo, todavía le queda un rayo de esperanza a esta mujer, pero eso se lo cuento al final.
Nuestra protagonista, sin duda, es el producto típico de la cultura de la modernidad, una planta venenosa que enraíza en el luteranismo del siglo XVI y que saca tallo y hojas en el siglo XVIII en la época de la Ilustración y que los revolucionarios franceses establecieron como pauta de comportamiento social y político.
La cultura de la modernidad, una planta venenosa que enraíza en el luteranismo del siglo XVI y que saca tallo y hojas en el siglo XVIII, en la época de la Ilustración... y que los revolucionarios franceses establecieron como pauta de comportamiento social y político
La proclamación del hombre como ser autónomo, al no reconocerse como criatura de Dios, exigía negar que Dios ha creado el mundo y al hombre, que los conserva con su providencia y que nos ha redimido con la sangre de Jesucristo. Pero no reconocer el poder creador de Dios solo fue el paso previo para acabar negando su existencia. Ciertamente, del deísmo de Voltaire (694-1778) al ateísmo del barón de Holbach (1723-1789) solo hay un paso.
En sus discursos, los revolucionarios franceses sustituyen a la Dios por la Naturaleza.Antoine-François Momoro (1756-1794) fue uno de los promotores en profanar templos franceses para celebrar en ellos la fiesta de la diosa razón, representada por mujeres; de hecho, su esposa Sofia fue muy celebrada por su actuación como diosa razón en la iglesia de San Andrés de París, “aunque sus dientes eran un tanto defectuosos”, lo que sin duda compensaba enseñando, pues como diosa razón -como siguen contando las crónicas, después de lo de la dentadura-, “Sofía salió en traje enteramente diáfano, la llevaban en andas y delante de ella desfilaron doscientes jóvenes agraciadas, vestidas de blanco y muy descubierto el pecho”. Pues bien, Momoro, en una de sus genuinas intervenciones exclamó: “Que la Naturaleza reciba aquí nuestro homenaje. Ella lo es todo para nosotros, nosotros sin ella no somos nada. Ofrezcamos sacrificios a la Naturaleza y a la libertad, ese es nuestro culto”. Y lo mismo que durante la Guerra Civil española el “adiós” como despedida se sustituyó por lo de “salud camarada”, durante la Revolución Francesa el que decía “gracias a Dios” era detenido como sospechoso, por lo que había que decir “gracias a la Naturaleza”.

Una actriz de la Ópera de parís de nombre Maillard representó a la diosa razón en la fiesta celebrada en la catedral de Notre-Dame de París el 7 de noviembre de 1793. Obsérvese que va pisando un crucifijo.
Jean de Viguerie, en su libro Cristianismo y Revolución, no solo explica el significado profundo de lo que ocurrió en Francia en el tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen, sino que también da las claves para entender la crisis cultural y religiosa de nuestros días, por lo que recomiendo su lectura para saber por dónde nos vienen las bofetadas. En dicho libro, Viguerie ilustra cómo después de haber negado a Dios, a los revolucionarios no les quedó más remedio que negar la muerte. Esto es lo que escribe el historiador francés:
“Para los revolucionarios la muerte no es un aniquilamiento total, sino una especie de sopor. Un «sueño eterno», dicen copiando a Fouché. El cementerio pasa a ser «el campo del sueño». En el paño mortuorio (de color violeta) se pinta «el rostro del sueño». Se trata de suprimir el temor también en este sentido. El temor del juicio. En junio de 1794, en un discurso decadario, Poltier, diputado por el Norte, afirma lo siguiente: «En su lecho de muerte, rodeado de toda clase de objetos aterradores, el hombre de los curas sufre los tormentos reservados a los criminales; sus males se duplican a causa de lúgubres ceremonias, a causa del fúnebre sonido de las campanas, a causa de los rostros descarnados y de los ornamentos aterradores. Pero el hombre de la Naturaleza termina como ha vivido; su último pensamiento es el recuerdo del bien que ha hecho; su último suspiro por la prosperidad de la patria; no muere duerme».
Suele ser muy raro encontrar a alguien rezando, que en definitiva es lo más piadoso que se puede hacer con los difuntos
Recuerdo que, siendo niño, me quedó bien clarito lo que era la muerte cuando asistí en un pueblecito de León al entierro de una vecina, que se llamaba la señora Aquilina. El ataúd iba a hombros de amigos y familiares, el sacerdote revestido con capa pluvial negra presidía el cortejo fúnebre camino del cementerio, mientras repetía unas frases en latín a las que respondían todos los vecinos, en demostración de una participación del pueblo en la liturgia, porque todos sin excepción practicaban con la señora Aquilina la obra de misericordia de enterrar a los muertos; no se me han olvidado desde entonces aquellas plegarias:
“Dum veneris iudicare saeculum per ignem... Requiem aeternam dona eis, Domine”.
Sin embargo, nos hemos vuelto modernos y volvemos a negar la muerte en los sepelios. Los abuelos ya no se mueren, “se van”…, no se sabe a dónde, pero se van. A los muertos ya no se les vela en casa, para que no se asusten los vecinos y se les lleva a los tanatorios. Y una vez allí se puede cumplir con todo el protocolo social sin ver al muerto, porque unos tabiques estratégicamente situados te lo impiden, de modo que solo lo ves si te empeñas y cuando consigues llegar al reducido espacio en el que un cristal nos separa de la caja del difunto suele ser muy raro encontrar a alguien rezando, que en definitiva es lo más piadoso que se puede hacer con los difuntos.
Nos hemos vuelto modernos y volvemos a negar la muerte en los sepelios
Como es sabido, Voltaire es considerado, con razón, uno de los peores enemigos del catolicismo. Su sectarismo le llevó a poner en todas sus cartas debajo de su firma el famoso lema de Ecrasez l’infâme (aplastad lo infame), y para Voltaire lo infame no era otra cosa que el fanatismo, que él indentificaba con la Iglesia católica. Sin embargo, es menos sabido que Voltaire murió inmensamente rico y convertido, días antes de fallecer. Este es el acta de su profesión de fe:
«Yo, el que suscribe, declaro que habiendo padecido un vómito de sangre hace cuatro días, a la edad de ochenta y cuatro años y no habiendo podido ir a la iglesia, el párroco de San Sulpicio ha querido añadir a sus buenas obras la de enviarme a M. Gautier, sacerdote. Yo me he confesado con él y, si Dios dispone de mí, muero en la santa religión católica en la que he nacido esperando de la misericordia divina que se dignará perdonar todas mis faltas, y que si he escandalizado a la Iglesia, pido perdón a Dios y a Ella.
Firmado: Voltaire, el 2 de marzo de 1778 en la casa del marqués de Villete, en presencia del señor abate Mignot, mi sobrino y del señor marqués de Villevielle. Mi amigo». Firman también: el abate Mignot, Villevielle. Se añade: «declaramos la presente copia conforme al original, que ha quedado en las manos del señor abate Gauthier y que ambos hemos firmado, como firmamos el presente certificado. En París, a 27 de mayo de 1778. El abate Mignot, Villevielle».

La familia de Voltaire enterró sus restos en sagrado, concretamente en la abadía de Scellieres. Pero los revolucionarios convirtieron la iglesia de Santa Genoveva en el Panteón de París y trasladaron allí sus restos, donde permanecen sin ningún símbolo religioso.
Pues si en Voltaire se manifestó la misericordia de Dios en el último momento de su vida, con mayor motivo podría suceder lo mismo con la enferma a la que me refería al principio de este artículo, porque ella no es una sectaria a lo Voltaire, solo es una víctima de esta sociedad que ha perdido el juicio al ocultar a Dios. Les decía también al principio que todavía queda un rayo de esperanza, porque dicha enferma tiene una gran amiga desde hace años, que es católica, que le va a proponer llevarle un sacerdote. Por lo tanto, queridos lectores, les pido oraciones para que esta mujer se abrace a la misericordia de Dios antes de morir. Y a cambio les prometo que, cuando sea, les contaré lo que haya pasado.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la universidad de Alcalá